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Sin planes de futuro para los refugiados atrapados en Grecia tras el acuerdo con Turquía

Imagen de archivo del campo de refugiados de Eleonas (Atenas)

Miguel Carvajal Saiz

Atenas (Grecia) —

Karima tiene 30 años y procede de Afganistán. Llegó a Grecia justo dos días después del acuerdo entre la Unión Europea y Turquía que entró en vigor hace tres años para tratar de contener las llegadas a las islas griegas. La diferencia fue crucial: como miles de solicitantes de asilo, Karima quedó, desde entonces, bloqueada en el país heleno.

Madre de dos hijos pequeños, la mujer intenta reunirse con su marido, muy enfermo, en Alemania, según explica a eldiario.es. Tiene la suerte de trabajar algunas horas con una organización humanitaria haciendo de intérprete. Vive en uno de los espacios ocupados, también conocidos como squats, que hay en Atenas.

Pero su situación es la de una minoría. El pasado diciembre, el Gobierno heleno cifraba el número de refugiados en Grecia en 72.000 personas. Unos 15.000 malviven en las islas, 21.000 se encuentran en pisos repartidos en el continente y 7.000 residen en edificios temporalmente alquilados por la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), donde esperan ser trasladados a pisos o campos.

Por otra parte, cerca de 18.000 están alojados en alguno de los improvisados 26 campos que se encuentran repartidos en Grecia continental. Del resto se estima que entre 2.000 y 3.000 viven en espacios ocupados, los llamados squats, como Karima. A ellas se le suma un número indeterminado de personas que está en centros de detención, muchas esperando su deportación.

Sin embargo, el acuerdo no ha frenado a las personas que tratan de pisar suelo griego huyendo de la violencia. En el primer trimestre de 2019, han sido registradas 6.045 llegadas, un 16% más que durante el mismo periodo en 2018, según el Ministro de Inmigración, Dimitris Vitsas. Mientras, el reparto de refugiados a países europeos, cuyas cuotas acordadas en 2015 demostraron ser un fracaso, se interrumpió a finales del 2017.

Desde la declaración también se han incrementado las llegadas por el río Evros, frontera física entre Grecia y Turquía que no está incluida en el acuerdo de 2016. Una de cada tres llegadas en 2019 se ha producido por este paso, donde a su vez han sido denunciadas devoluciones en caliente por parte de la Policía griega a suelo turco, sin darles la posibilidad de solicitar asilo. Organizaciones como Human Rights Watch ha documentado que en algunos casos los agentes hicieron uso de la violencia y confiscaron y destruyeron las pertenencias de los migrantes.

Parche sobre parche: falta de un plan a largo plazo

Tres años después, sigue sin haber un programa de inclusión específico para quienes obtienen el asilo en el país heleno. Salinia Stroux, investigadora y trabajadora de la organización Refugee Support Aegean, critica que, desde que se cerró el corredor balcánico, “nunca se ha hecho un plan a largo plazo, siempre han sido soluciones provisionales de emergencia en el último momento”.

El pasado 1 de marzo, se publicaba una circular interna intraministerial 6382/19 donde se anunciaba que el alojamiento y la pequeña ayuda monetaria conocida como cash card, empezaría a ser retirada paulatinamente a aquellas personas cuyo proceso de asilo hubiera finalizado al menos seis meses atrás. Es decir, aquellos que ya han obtenido el permiso de residencia en Grecia o cuya petición ha sido denegada.

La primera tanda de afectados incluye a los que obtuvieron el estatus de persona refugiada antes del 31 de julio de 2018. Estos tendrán que abandonar su container en el campo o su piso del programa ESTIA de vivienda antes del 31 de este mes. Esta medida deja desamparadas a un importante número de personas, que al quedar excluidas del programa, desde ahora tendrán que sobrevivir por su cuenta.

La organización Refugee Movement for Right and Justice estima en 600 el primer grupo de personas que tendrá que buscar un nuevo sitio donde vivir antes de finales de marzo. Hace una semana, este colectivo convocó una manifestación frente a las oficinas de la UE en Atenas en protesta por la decisión. Los organizadores señalaban que la orden de abandonar las viviendas temporales ha llegado sin previo aviso con antelación y dejará a los afectados “en la calle”.

Stroux denuncia que se está dando a elegir a aquellos que obtuvieron el asilo antes de agosto de 2017 entre abandonar el campo voluntariamente y disponer de la cash card durante tres meses más o desobedecer la orden y perder automáticamente ese ingreso. No está claro qué ocurrirá en los casos de aquellos que se nieguen a marcharse.

Desde que la Agencia de la ONU para los refugiados (Acnur) implantase el programa de ayuda monetaria con fondos de la UE en abril de 2017, unas 100.000 personas han tenido acceso a esta prestación en algún momento. Los últimos datos de enero hablan de 63.853 refugiados y solicitantes de asilo dependientes de esta ayuda. El programa se renueva año a año y puede ser desmantelado en cualquier momento. La cantidad oscila entre los 150 euros para personas individuales hasta los 550 euros para familias de siete o más miembros. Si se tiene acceso a asistencia alimentaria, esa cantidad se reduce en torno a un tercio.

La alternativa, acudir a los planes de ayuda estatal, el programa KEA, es difícil pues los requisitos son “muy restrictivos, de burocracia compleja y están enfocados a la población local”, indica la investigadora y también activista del movimiento W2EU. Según el último informe de Eurostat, en 2017, casi un 35% de los griegos se encontraba en riesgo de pobreza y exclusión social.

Para acceder a los servicios sociales griegos, explica, los solicitantes deben demostrar que han estado viviendo en un piso durante medio año como mínimo u obtener un certificado de persona sin hogar. “Para ello debes decir en que esquina de la calle vives y esperar a una inspección que debe encontrarte in situ”, denuncia la trabajadora de RSA.

Se espera que a raíz de esta nueva medida, ya contemplada en los contratos de alquiler pero no aplicada hasta ahora, muchas familias se decidan por abandonar el país, principalmente con destino a Alemania. Esto implica comenzar el proceso otra vez de cero y convencer al sistema judicial de que no aplique el tratado de Dublín, la normativa europea que obliga a que las solicitudes de asilo se tramiten en el primer estado europeo que pisan los demandantes de protección internacional.

La semana pasada, el ministro de Inmigración declaraba en sede parlamentaria que “a veces la asistencia brindada desde la UE no es suficiente pero estamos trabajando en esta dirección para fortalecer esta asistencia”. Organizaciones como CEAR consideran que es imprescindible diseñar “una estrategia de integración con el fin de evitar la dependencia de las ayudas oficiales y fortalecer la autonomía” de las personas refugiadas.

La paradoja de conciliar integración y disuasión

Uno de los objetivos que perseguía el acuerdo del 20 de marzo de 2016 era disuadir a potenciales solicitantes de asilo de intentar llegar a Grecia y quienes se quedaron atrapados tuvieron que enfrentarse a unas difíciles condiciones de vida y de futuro. En virtud de este pacto, toda persona que llegara de manera irregular a las islas griegas sería deportada a Turquía. A cambio de lo que muchas ONG calificaron como el “acuerdo de la vergüenza” para frenar los flujos, el Gobierno turco recibiría 6.000 millones de euros por parte de la UE. También existe la posibilidad de “deportación voluntaria” a través de la OIM.

“La UE impone unas políticas migratorias en sus fronteras exteriores, donde supuestamente las personas son seleccionadas. La gente quiere quedarse en Grecia pero no puede porque no hay trabajo ni un Estado de bienestar fuerte, que no es suficiente ni para los locales”, critica la trabajadora de RSA. “Grecia carece del margen económico necesario para implementar estas políticas migratorias y al mismo tiempo lidiar con las miles de personas atrapadas que supuestamente deben construir aquí su futuro”.

Una de ellas es Karima. Pese a que dice que le gusta vivir en Grecia y se siente aceptada por la gente, es consciente de que si pierde su trabajo y la Policía desaloja el edificio donde vive puede verse en la calle. En ese caso, asegura que intentaría viajar recurriendo a traficantes, lo que afirma que le da miedo porque “quedas a su merced y además el precio son 4.000 euros por niño y 3.000 por adulto”.

Una de las consecuencias de cerrar las fronteras fue que muchas personas quedaron abocadas a intentar continuar el viaje poniéndose en manos de traficantes de personas. Es una práctica común tratar de apostar los ahorros en que se desplace un miembro de la familia. Si llega, se solicita la reunificación familiar, pero esta rara vez se concede. Las ONG especializadas y organismos como Acnur han reclamado en reiteradas ocasiones a la puesta en marcha de vías legales y seguras de acceso para evitar que quienes huyen la violencia se vean empujados a recurrir a redes de tráfico de personas.

Los precios en esta vía han ido subiendo cada vez más y están tarifados en función de las posibilidades económicas. A más dinero, menos riesgo. Por ejemplo, por unos 600 euros es posible obtener un pasaporte falso y un billete de avión, pero se dispondrá de una única oportunidad. En lo alto de la tabla, por unos 4.000 el traficante proveerá de tantos pasaportes y billetes como hagan falta.

La ruta marítima por los puertos de Patra o Igumenitsa, o la terrestre por los Balcanes son más difíciles. Alí (nombre ficticio) tiene 32 años y es de Pakistán. Llegó a Grecia poco después del acuerdo y asegura que ahora corre el riesgo de ser encerrado para ser deportado después de que su solicitud fuera rechazada por segunda vez. Dice que su vida corre peligro si vuelve a su país, por lo que acordó viajar clandestinamente a Italia siguiendo la ruta de los Balcanes. ¿El precio? 2.000 euros, la mitad en Serbia y la otra mitad en Italia. Expresa su miedo de que el traficante le dejé tirado en Serbia, donde las condiciones son peores que en Grecia.

Las islas, pieza clave del acuerdo con Turquía

El acuerdo con Turquía puso fin al mayor desplazamiento poblacional desde la Segunda Guerra Mundial. Huyendo de la guerra o la pobreza, durante 2015 y 2016 más de un millón de personas llegaron Europa occidental siguiendo la ruta de los Balcanes desde las islas orientales del mar Egeo.

Tras el pacto, las llegadas a las islas se desplomaron de forma drástica. La UE convertía las islas de Lesbos, Quíos, Samos, Leros y Kos en una zona de amortiguamiento o cuello de botella, donde la gente tiene que esperar la resolución de su solicitud de asilo. Este proceso se suele demorar más de un año. Las “condiciones degradantes” en las que viven o la desesperación que muchas personas sufren han sido denunciadas en repetidas ocasiones por organizaciones internacionales como ACNUR, HRW o Médicos sin Fronteras (MSF).

Ana es enfermera infantil de MSF en el campo de Moria, en la isla de Lesbos, con capacidad para unas 1.500 personas pero donde han llegado a convivir alrededor de 8.000. “Los niños vienen con gripe, tos, diarrea... dolencias que nunca terminan de curarse por las mala calidad de la alimentación y de las condiciones higiénicas. Sufren estreñimiento durante días porque no quieren usar los baños del campo, en lamentable estado e inseguros. Los niños viven por ejemplo en grandes carpas con otras familias, pierden el sentimiento de hogar, de seguridad y siempre están en guardia y estresados. Los padres se pasan el día haciendo cola para todo”, asegura.

En esta línea se expresa Jabier Ruiz, coordinador desde 2016 en la ONG vasca Zaporeak, que reparte comida en la isla a 1.500 solicitantes de asilo cada día. “El catering contratado para dar de comer a todo los refugiados en Grecia maneja entre siete y ocho euros de presupuesto por persona y día. La comida que dan puede ser, por ejemplo, un pepino y seis olivas. Otras veces tiene gusanos. Hay una visión de negocio con el refugiado que no viene del pueblo griego, sino de unos pocos que se aprovechan. Hay también unos 150 solicitantes que han recibido un segundo rechazo y viven escondidos”, denuncia Ruiz.

En Quíos, la situación es parecida. Filippo Aquilino, enfermero de la ONG Salvamento Marítimo Humanitario, SMH, asegura que antes del acuerdo el sistema “funcionaba”, pues las islas eran solo de paso. “Muchos se quedan sin dinero y hay gente que se prostituye, o que hace trapicheos. Psicológicamente se vienen abajo”, apunta.

Samos es la tercera de las islas que alberga un Centro de Recepción e Identificación, popularmente conocidos como hotspots. A lo largo de estos años, estos asentamientos en principio de carácter temporal se han constituido en núcleos poblaciones estables, con gran peso demográfico en las islas y en ocasiones se generan tensiones con la población local.

Ahmed (nombre ficticio) es un refugiado árabe que trabaja como intérprete en Vathy, el hotspot de Samos. Asegura que los comercios locales “no venden nada” a los solicitantes de asilo. “Fui a cortarme el pelo y el peluquero se negó alegando que perdería su clientela local”. Según un informe del Pew Research Center, entre 2004 y 2018, Grecia es el país europeo donde más ha crecido el rechazo a la inmigración.

Olga L., investigadora griega en el campo de las ciencias sociales, explica que el hecho de que las fronteras se hayan rediseñado tiene “mucho que ver” con la actitud de la gente, ya que las islas “siempre estaban muy abiertas” y el trato “nunca ha sido positivo”, pero convivían con la llegada de migrantes.

La académica señala que el acuerdo de 2016 levanta múltiples fronteras incluso dentro de Grecia, y que bebe del “proceso de externalización de fronteras” en el que, denuncia, está inmersa la UE desde comienzo de la década de los 2000. “Se necesitaba un nuevo enemigo tangible y ese es el migrante, el refugiado. Por ello, Europa firmó acuerdos con países perífericos y denominó crisis de refugiados a lo que en verdad era una crisis de las políticas de las políticas migratorias europeas”, sentencia.

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