“Vengo de El Salvador y caminé mucho”. Así se presentó Óscar Rivas*, un campesino de 53 años que inició su marcha en invierno de 2019 y recibió la primavera de 2020 en México en plena pandemia. Después de caminar sobre vías del tren, terracerías, carreteras y potreros a más de 1.200 kilómetros de casa y dormir al aire libre sobre piedras, procurando evitar el contacto con otras personas.
Rivas dejó su casa de San Salvador el 24 de diciembre de 2019, tenía entonces 52 años. Antes de emprender la ruta migratoria había intentado vivir del trabajo en el campo, en la construcción y en la guerra, como soldado combatiente durante el conflicto civil de su país.
Al inicio, el viaje fue veloz. A los cinco días de paso rápido por Guatemala dejó atrás el Triángulo Norte de Centroamérica. Podía viajar en transporte público sin temor a que lo detuvieran. Los primeros casos positivos de COVID-19 estaban en el otro lado del mundo, en Asia y Europa. Durante esos días recorrió casi 500 kilómetros sin sobresaltos.
Esa forma de viajar se terminó en cuanto cruzó el río Suchiate y entró a México por Ciudad Hidalgo, Chiapas. En territorio mexicano el Instituto Nacional de Migración (INM), apoyado por la policía federal y a veces por el ejército, dificulta el tránsito de personas como él, en circunstancias de migración forzada. Las detienen, confinan y deportan.
Óscar Rivas nos contó su historia al final de su travesía desde un punto de la ruta migratoria donde finalmente encontró un techo y pudo quedarse un tiempo para recuperarse. “Reforzaron los puestos de seguridad de migración, la Guardia Nacional. Todo eso se les dificulta a las personas para avanzar. Entonces uno tiene que hacer el esfuerzo sea como sea”, afirmó Óscar, quien estaba sorprendido por el aumento en la vigilancia que percibió hacia personas viajando sin documentos. No era novato, ya una vez antes había intentado emigrar.
Las carreteras no eran opción, entonces buscó las vías del tren, no para subirse a un vagón -en su viaje previo, durante 2019, presenció un asalto con disparos y desbandada de migrantes hacia el monte- sino para seguir a pie la ruta regular del migrante: las vías del ferrocarril.
Inició su marcha para llegar a Villa Comaltitlán, a 98 kilómetros de la frontera donde vivía una familia conocida. “Tenía una mochila, no traía unos buenos zapatos, venía enhuarachado”, explica Óscar. Estaba en plena travesía sin dinero y únicamente con una muda de ropa como equipaje. Tardó tres días en llegar.
Es un tramo de la vía del tren a un costado de la Sierra Madre, atravesando ríos y riachuelos que se abren paso desde las montañas hacia el mar. A su derecha, encontraba las montañas coronadas con nubes o neblina; hacia la izquierda, un paisaje extendido hacia la playa.
Era mediados de marzo de 2020 y la pandemia estaba en marcha. La Organización Mundial de la Salud no tardaría en declarar emergencia internacional por la propagación de la COVID-19, con casi 8.000 contagios y 170 muertes en China. Mientras tanto, en México, el subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, informaba sobre el inicio del proceso de preparación de la estrategia para combatir el nuevo coronavirus.
Óscar se internó por tramos de selva mediana y baja con parajes de manglares, lagunas costeras y esteros. A su alrededor tenía una vasta cantidad de fauna conformada por especies de aves endémicas y migratorias, incluso, por el jaguar. De ahí en adelante, las condiciones naturales del camino, junto con su capacidad de supervivencia aprendida en el ejército salvadoreño, le dieron la posibilidad de sobrevivir durante su travesía, que sucedió en su mayoría alejada de lugares poblados. Esa fue su “distancia de seguridad”.
Cuando Óscar estaba en la guerra, en las montañas de El Salvador, había días en que el helicóptero que llevaba el alimento, no llegaba. Por eso comía animales asados y hierbas del monte hervidas con sal.
“Si traigo con qué matarme un pajarito, lo cocino y me lo como. Por ahí abundan muchas iguanas. Me hacía una lumbre y ya, me las comía asadas en una estaca. Con el hambre todo sabe bueno. Esto fue cuando ya me quedé sin dinero”, relató tres meses después del fin de su travesía.
Años atrás, durante la guerra, en las ocasiones en que el helicóptero no llegaba, hacía caminatas de hasta 15 días y llegó a pasar, según contó, hasta tres meses “durmiendo en el monte”.
Para dormir, tanto en el conflicto armado como en su travesía por el sur de México, en medio de la pandemia, buscaba un descampado donde no hubiera demasiadas piedras amontonadas u otros recovecos que pudieran ser guaridas de animales. Por el mismo motivo, evitaba quedarse bajo los árboles. Pequeñas planicies con hierba crecida alrededor eran el lugar ideal.
El mejor horario para descansar era antes de que comenzara a oscurecer, alrededor de las cinco y media de la tarde, porque así podía controlar mejor sus condiciones de seguridad. Normalmente, a las cuatro de la mañana ya estaba en marcha sobre las vías.
En una ocasión durante la guerra, contó, se separó de su pelotón cerca de un poblado, dejó su zona de seguridad porque olió tortillas recién hechas. Cuando volvió con ellas, sus superiores lo castigaron por haber pasado por alto una táctica del enemigo, que envenenaba soldados luego de atraerlos de forma parecida a como Óscar fue atraído por el aroma a maíz recién cocinado. Fue así como aprendió a no salirse de su zona de seguridad.
-¿Utilizaste esa enseñanza para no exponerte a autoridades y pobladores durante tu viaje?
-¡Exactamente! Exactamente...
Llegó a principios de enero a Villa Comaltitlán, Chiapas, un caluroso y pequeño municipio costeño de actividad cañera y comercial, donde trabajó dos meses en la construcción. Decidió quedarse ese tiempo porque se enteró del avance de la COVID-19 y de las dificultades que enfrentaban otros migrantes para seguir su camino.
“Escuché las noticias y estaban diciendo de eso. Venía una caravana que no la dejaron pasar por lo mismo, me quedé mientras dos meses trabajando”, explicó.
El 30 de enero, se instaló el Comité Nacional para Seguridad en Salud, una instancia creada para atender la emergencia sanitaria. El 28 de febrero, México registró su primer caso positivo por COVID-19. Óscar empezó su camino de nuevo a pie a inicios de marzo y el mundo ya era otro. No encontró albergues para migrantes donde poder dormir, asearse y descansar. Estaban cerrados debido a la contingencia.
Siguió su camino por las vías, que tienen un trazo paralelo a la carretera donde, de haber sido una persona con papeles, podría viajar sin el riesgo de ser asegurado por el INM en uno de los nueve puestos de control que hay entre Tapachula y el límite de Chiapas con Oaxaca.
“Había muchos puestos [de control migratorio] y tenía que venir sacándoles la vuelta”, recordó el salvadoreño. Humedales, potreros y terracerías iban quedando atrás mientras transcurría su marcha, paso a paso, hacia el norte del continente.
Después de más de 50 kilómetros de marcha, pasó por Mapastepec, donde en 2018 se ubicó un campo de 3.500 refugiados de la primera caravana migrante. Una parte de ellos fueron reubicados antes de la pandemia en un centro de detención instalado en Tuxtla Gutiérrez. Para Óscar, a estas alturas, tras recorrer unos 450 kilómetros, el calzado ya era un problema. Necesitaba zapatos nuevos.
Óscar siguió su marcha apartado de los puestos de control migratorio, que ejercían la vigilancia con mayor intensidad a raíz de la emergencia por la COVID-19.
Caminó por las vías, alimentándose de iguanas y comida que conseguía de manera esporádica en algún caserío, aseándose en los ríos y durmiendo en recovecos descampados, a merced de la lluvia y los zancudos.
“Cuando me agarraba la noche buscaba en el monte, y para bañarme, los ríos. Es que por Chiapas y parte de Oaxaca hay muchos ríos. Traigo mi jabón y mi pasta de dientes. Lavaba mi ropa porque sólo traía dos cambios”, contó.
Era, en parte, como estar en la guerra. Así que esa experiencia, que le dejó una lesión de bala en la parte izquierda del tórax, le sirvió para realizar una marcha de aproximadamente 870 kilómetros por parajes deshabitados, esquivando ciudades y poblados donde los casos positivos del coronavirus iban creciendo junto con el rechazo a la presencia de migrantes, quienes eran percibidos entre los pobladores como vectores de contagio.
“Lo que aprendí ahí [en la guerra] nunca se me olvida y siempre lo pongo en práctica para bien porque tengo entrenamiento en sobrevivencia y eso me ayuda mucho. Dormíamos en el monte todos mojados, salíamos al lodo. Eran los zancudos y todo eso”, recordó.
Las vías lo llevaron a Arriaga, Chiapas, una población que en los últimos años ha sido un lugar importante en la ruta migratoria. Al llegar ahí, Óscar ya se encontraba a más de 700 kilómetros de casa.
Durante décadas, a Arriaga llegaban miles de migrantes cada semana después de una peligrosa caminata desde Tapachula. Había hoteles y posadas para migrantes, tiendas con comida típica de diversas regiones, oficinas de las embajadas de El Salvador y Honduras. Toda una economía local alrededor del fenómeno migratorio. Desde que en 2005 el huracán Stan inhabilitó el paso de los vagones en el tramo que une Guatemala con la frontera del lado mexicano, es ahí, en Arriaga, donde comienza el viaje en tren para los migrantes.
El albergue de Arriaga, con cupo para unas 100 personas, suele estar siempre rebasado, pero sigue cerrado hasta hoy. Nadie contesta el teléfono. La pintura blanca de su fachada luce vieja y descuidada, al igual que sus puertas rojas de lámina, que entre las rendijas dejan ver hierbas crecidas y superficies empolvadas en el interior. Un lugar abandonado.
Las fuerzas, sus huaraches y sus habilidades de supervivencia le alcanzaron a Óscar para salir de Chiapas y llegar a Chahuites, Oaxaca. En este punto, tras 324 kilómetros de viaje dentro de territorio mexicano, está el peor recuerdo de su travesía: las ampollas y el sangrado de los pies. En la guerra nunca le faltó el calzado, en la ruta migratoria, sí.
“Lo más difícil de todo el viaje fueron las ampollas, llegué a Chahuites sangrando de los dedos y los talones”, contó. En Chahuites, trabajó dos semanas y compró unas botas de trabajo negras, con suela gruesa, nuevas, que le costaron 450 pesos, unos veinte dólares americanos. Las conserva. Están impregnadas de polvo de cemento y aún las utiliza.
En ese tramo de su viaje, según relató, ya había perdido la cuenta de los días. La cuenta que no se le escapa es la del número de personas migrantes que vio en esa parte del camino, ocho exactamente.
Estaba a 405 kilómetros de distancia del que, sin saberlo aún, sería su destino: el albergue veracruzano de Las Patronas. Pero antes de llegar a Veracruz pasaría por Oaxaca. La Jornada de Sana Distancia en México por el COVID-19, que empezó el 23 de marzo, ya estaba en marcha.
En la comunidad de La Patrona, municipio de Amatlán, en el centro de Veracruz, el grupo de mujeres que desde hace 25 años da alimentos y brinda albergue a la población migrante, conocido como Las Patronas, ya notaba el cambio en las dinámicas de la ruta migratoria.
Había preocupación y confusión entre los grupos que se encargan de la ayuda humanitaria en las rutas migratorias. Norma Romero, líder de Las Patronas, entendió, gracias a la información que llegaba desde el sur a través de sus contactos, que la situación de los migrantes se había complicado aún más.
“De por sí mucha gente ya había discriminado al migrante porque decían que la mayor parte de las enfermedades que se habían visto eran enfermedades que ellos traían. Después decían que venían a robar el trabajo. Ya habían antecedentes en contra de migrantes, luego con la pandemia, la militarización vino a ocasionar más problemas y ponerlos más en riesgo”, dijo Romero entrevistada en el comedor de Las Patronas, a finales de julio.
Allá en la ruta migratoria de donde llegaban noticias a Las Patronas, estaba Óscar caminado hacia Ixtepec, Oaxaca, en la cintura de la República, donde visitó el albergue Hermanos en el Camino, del famoso padre Alejandro Solalinde, en busca de descanso. Pero, igual que el de Arriaga, lo encontró cerrado.
“En Ixtepec me quise quedar pero nomás estuve tres horas y me vine en la noche”, dijo.
Hermanos en el Camino tiene una puerta al costado de la vía férrea y otra -la principal- en una calle paralela. Ambos sitios suelen tener un intenso tránsito de personas que entran y salen. Es una presencia migrante que se extiende hacia las vías, donde están los vagones, y hacia el centro de Ixtepec. A finales de julio, cuando lo visitamos, no había nadie afuera.
Cuando Óscar pasó por ahí cuatro meses antes de nuestra llegada, vio a una treintena de personas migrantes en las inmediaciones del albergue que, como él, no pudieron entrar. No interactuó con ellas, arrancó en la oscuridad y amaneció en Matías Romero, lo que significa que atravesó 61 kilómetros de camino sobre las vías en una noche.
Mientras tanto, Norma Romero, líder de Las Patronas, escuchaba penurias de boca de migrantes y llamadas preocupadas de otras personas defensoras de Derechos Humanos que dan ayuda humanitaria en la ruta migratoria.
“Algunos [migrantes] nos decían que llegaban en autobús, algunos nos decían que no tenían dinero y llegaban caminando. Está el cierre de los albergues, que afecta mucho, en el cansancio, la comida, el aseo personal”, dijo cuando la encontramos.
En épocas normales, a lo largo del trayecto desde la frontera hasta Las Patronas, en el camino recorrido por Óscar, las y los migrantes encuentran por lo menos seis albergues en donde, en otras circunstancias habría encontrado refugio. Pero en ese momento estaban completamente cerrados o sólo ofrecían alimentos y medicina fuera de sus instalaciones.
A Norma Romero le inquietaba el cierre de los albergues. “No vimos bien esa idea de que se cerraran los albergues. Si queremos saber cuántos migrantes vienen contagiados, ¿cómo vamos a enterarnos?”, explicó, sentada en una mesa vacía del comedor, ya entrada la noche. Para ella, esas medidas sólo invisibilizaron la travesía migrante empujándola a rutas más peligrosas,y descontroló la ayuda humanitaria.
Es el caso de Óscar, quien recorrió rutas peligrosas y en ningún momento recibió ayuda humanitaria.
Su relato sobre el resto del viaje es breve. Desde Oaxaca enfiló rumbo a Veracruz y pasó, por ejemplo, por la comunidad de Medias Aguas, un pequeño poblado del que se oye hablar hasta Centroamérica por su fama de peligroso.
Visitamos esa comunidad con una comitiva de la Cruz Roja para constatar las circunstancias de la población en tránsito que, como Óscar, pasa por ahí ya sea caminando o sobre el tren. En una esquina de la comunidad, el conductor frenó, dijo que no podíamos seguir porque estábamos entrando a territorio controlado por la delincuencia y giró de inmediato hacia la entrada del pueblo.
El siguiente punto de parada en la ruta migratoria es Tierra Blanca, a 218 kilómetros. Ahí -que es otro lugar insigne de la ruta por la cantidad de migrantes que llegan ahí desde hace décadas- Óscar pasó de largo. El albergue estaba cerrado por la COVID y sólo se ofrecía comida en la puerta.
El campesino y exmilitar dejó esas tierras calientes y siguió camino hacia las montañas del centro de Veracruz donde, algún día de abril, en algún paraje surcado por vías del tren, encontró a un grupo de cuatro personas que se habían ido juntando en el camino. A uno de ellos -recordó- “lo había correteado la Guardia Nacional y por eso se había ido a las vías”.
Después encontró un inmenso ingenio azucarero con un poblado construido a su alrededor, llamado Motzorongo, un lugar entre montañas al que se llega por las vías o por una vieja carretera desgastada por los vehículos de carga.
Había completado 431 kilómetros de marcha a pie desde Ixtepec esquivando a la pandemia y puestos de control. Un viaje de 870 kilómetros en total desde que salió de la frontera sur de México.
Según contó Óscar, trabajadores del ferrocarril le hablaron de Las Patronas, famosas por alimentar diariamente a migrantes que cruzan colgados de los techos de los trenes desde hace 25 años, y se ofrecieron a llevarlo en una camioneta adaptada que rueda sobre las vías en labores de reparación. Terminó su viaje a pie.
Pasó por una enorme estatua de Cristo que, en tiempos anteriores a la pandemia levantaba el ánimo a las multitudes migrantes que viajaban por ahí en trenes, se acercó al pie de la Sierra de Zongolica por parajes exuberantes, zonas de ductos y robo de combustible y emblema de la pobreza. Recorrió 45 kilómetros más en un suspiro. Le dijeron que preguntara por Norma Romero.
En un momento de abril, cuya fecha exacta escapa a su memoria, la travesía terminó: Las Patronas lo recibieron con arroz, frijoles y pan; hospedaje y cuidados médicos. Veracruz estaba en fase roja por la COVID-19. Óscar hizo dos cosas: se curó los pies maltratados y mandó a arreglar sus botas negras para ir a trabajar a un campo cañero.
La primavera le alcanzó para reunir un dinero y, a partir de ahí, ya con 53 años, cumplidos el 20 de junio, seguir su viaje en transporte hacia el centro de México. Ahora ya está donde quería.
*El nombre de Oscar Rivas fue cambiado a solicitud suya para proteger su identidad.
Rodrigo Soberanes es un periodista mexicano que vive en el estado de Veracruz. Su trabajo se centra en coberturas y reportajes sobre migración y desplazamiento forzado dentro y fuera de México. Se ha especializado en coberturas de comunidades indígenas sobre violencia y territorio, así como en temas sociales y ambientales.
Javier García es fotógrafo y videorreportero desde 1994. En 2007, fundó el Colectivo Audiovisual “Sacbé Producciones”, enfocado en la producción de cortometrajes y documentales sobre migración y temas sociales en México. En 2016 dirigió el premiado documental La cocina de Las Patronas, sobre la comunidad de mujeres que asisten a migrantes centroamericanos en Amatlán de Los Reyes, Veracruz.
Quinto Elemento Lab es un laboratorio de investigación e innovación periodística con sede en México. Este reportaje forma parte de la serie de cinco partes “Migrar bajo las reglas del covid” que puedes leer aquí.
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