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El Salvador, militares en el Congreso y 300 personas en la calle

Imagen de la concentración en la plaza de San Salvador.

Glenda Girón

San Salvador (El Salvador) —

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El poder de la movilización se siente raro en este cuerpo que roza los 40 años. Crecí viendo cómo, en los años 80, San Salvador desaparecía en tres movilizaciones legendarias; esas de vida o muerte, sangrientas, dolorosas, tristes, desesperadas. Esas que dejaban montañas de zapatos perdidos, represión y muerte. Crecí con el corazón hinchado de rebeldía de cuando Los Guaraguau cantaban que no, que no basta rezar. Más o menos, fui entrenada para llevar la contraria. Pero en esta noche, en esta concentración que pide una 'Paz sin dictadura' en la Plaza del Monumento al Salvador del Mundo, no sé dónde quedarme ni qué hacer con mis manos. Y en mi cabeza suena Te espero sentada, de Shakira.

Lo que ha traído aquí a este grupo de unas 300 personas del que formo parte es una cadena de acontecimientos políticos que tiene su pico más alto y más preocupante en una imagen: militares –con sus grandes armas empuñadas, sus botas y sus cascos– caminan por el Salón Azul de la Asamblea Legislativa. Un hecho sin precedentes, incluso en este país siempre en vías de desarrollo que ha ido de la guerra de guerrillas a la guerra de pandillas y ha tenido, en medio, una serie muy variada de crisis sociopolíticas. A pesar de todo, ese recinto del poder legislativo nunca había sido invadido por militares. Este acto es un retroceso importante para esta joven democracia.

La concentración es esto. Gente que permanece en pequeños grupos de dos o tres, de pie, sobre el césped de esta plaza. Parece una fiesta en la que todos se han visto alguna vez, pero no son íntimos, y, entonces, se ríen y hacen movimientos con la cabeza para saludar. La diferencia es que, acá, algunos llevan carteles. Otros leen discursos. Los más entusiastas se abrazan para hacerse fotos con los carteles y las banderas. No hay banda sonora.

En redes sociales pasa algo distinto, sobre todo en Twitter. Ahí, en las pantallas que brillan entre la gente de la plaza, los mensajes se agrupan bajo la etiqueta de #PazSinDictadura. Ahí hay entusiasmo, optimismo, espíritu. Pero acá, sobre el césped, bajo las estrellas y en medio del tráfico, lo que predomina es algo más pasivo. No es Chile y sus cantos. No es Puerto Rico y sus calles llenas. No es Guatemala con esa plaza de cemento en la que no le cabe un alma más. No es la Puerta del Sol y su 15M, hace casi una década. No. Esto es El Salvador, el país más pequeño de América continental y al que le está costando un mundo y medio recuperar la voz.

Ni un hecho tan inédito y preocupante como meter militares a la sede del poder legislativo por órdenes del Gobierno logra poner de acuerdo y sacar a la calle a la gente que sí que podría hacerlo, esa masa crítica que considera que se trata de un acto grave y que lo grita, pero solo en el mundo digital. Porque que el presidente Nayib Bukele, en un intento por lograr la ratificación de un préstamo de 109 millones de dólares para financiar el Plan Control Territorial, presionara a los diputados para se reunieran es un hecho indiscutiblemente grave. Que al no lograrlo, arengara en las redes sociales y, luego, con buses llenos de gente, lo es más. El domingo 9 de febrero ha quedado marcado como el día, tras la firma de los Acuerdos de Paz, en que la separación de poderes sobre la que se sostiene esta democracia ha estado más cerca del colapso.

Pero este es un país fragmentado. Lo que sea que se vea en las redes sociales no necesariamente se corresponde con la calle. Las últimas elecciones presidenciales nos dejaron una herencia confusa. Por un lado, esas elecciones de 2018 le dieron a las redes sociales un papel preponderante en la comunicación política, porque estuvieron marcadas por la elaboración de mensajes emocionales y demasiado simplificados que pretendían identificar y enardecer. Lo lograron. El poder de las redes creció, pero no la presencia y el empoderamiento de la diversidad de pensamiento y la tolerancia en ellas. Este fenómeno de exacerbación digital desatado en una sociedad que no ha madurado en organización cívica y que no se ha instruido en la articulación de mensajes equivale a poner a un niño a pintar con pinceles de bambú. Es un gran poder en manos faltas de precisión. Inútil y, a la vez, peligroso.

La mía, la de gente que en estos años cumple 40, es una generación de junta. Es el cemento entre una loseta y otra. Arrastramos el silencio impuesto de la guerra civil y, a la vez, nos sumamos con entusiasmo a la crítica, toda vez que no nos reclame desplazamiento físico. Ayer, en el césped, justo cuando una luna gigante y color yema de huevo hacía una entrada triunfal entre las ramas, tres personas pedían el favor de que les tomaran una foto. Posaban con carteles, sonreían, se abrazaban. Esta mujer y estos dos hombres fueron el germen de una concentración que, como pocas, no tuvo en la base un impulso político, sino que fue una respuesta ciudadana a una provocación del Estado. Ellos, sin nada más que un usuario y un papel, juntaron gente para hacer, aunque sea de forma tímida, algo inusual.

No, El Salvador del Mundo no se desbordó, ni se incendió, ni su canto se hizo viral. La clave es comprender que este es un país en rehabilitación que todavía necesita mucha terapia para recuperar el músculo de la sociedad civil activa. Esas 300 personas juntas son, pese a mi intrínseco escepticismo, una buena señal. Esa imagen de los militares invasores no pasó sin más.

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