El caso de las niñas desaparecidas: lo que la crónica negra nos cuenta de las clases sociales
Desde que alguien empezara a contar historias a sus hijos, los cuentos infantiles hablan de niños robados. Pinocho secuestrado para trabajar como esclavo; Caperucita como víctima de la violencia sexual; Hansel y Gretel secuestrados por un monstruo social, la bruja…
El relato de niñas y niños secuestrados es una constante en muchas sociedades que toma forma con fuerza en los barrios más pobres, donde se crea todo un imaginario social a su alrededor en el que es difícil distinguir los contornos de lo real y lo legendario. Por supuesto, la niña robada es un relato aún más presente, ligado a los peligros reales de la violación y la trata. ¿Están los cuentos y las páginas de la crónica negra hilvanados por los mismos pánicos y prejuicios?
Trataremos de aproximar respuestas con el análisis de un caso muy famoso en su época: el de las niñas desaparecidas de la calle Hilarión Eslava. Nos hemos valido de la hemeroteca y de la reconstrucción de los hechos que hizo el escritor Carlos Maza en Las niñas de Hilarión Eslava, pero os invitamos a buscar los ecos de este relato de los años veinte en el siglo XXI. Nosotros creemos que los discursos que se articularon entonces siguen presentes… y no nos referimos a que Iker Jiménez hablara de las niñas en su programa.
El caso de las niñas desaparecidas
El sábado 24 de mayo de 1924 desaparecieron tres niñas que vivían en una modesta casa de vecindad en el número 71 de la calle Hilarión Eslava: María Ortega (10 años), Angelita Cuevas (8) y María del Val (7). La madre de María charlaba en el rellano de casa con María Escudero, una mujer que hacía las veces de profesora a domicilio en la barriada, cuando ésta mandó a la pequeña a comprar patatas a El Progreso, la tienda de la cercana plaza del Caño Gordo. Fue acompañada al recado por sus dos amigas.
Como las niñas tardaban en volver, el abuelo de María fue a buscarlas. Habían llegado a la tienda, pero no quedaba género y, pensó entonces el hombre, se habrían acercado con las monedas a la cercana verbena de la calle de la Princesa. Tras horas de búsqueda sin resultados, las familias denunciaron la desaparición en la comisaría del distrito de Universidad.
Para seguir el relato sin el extrañamiento que produciría ubicarlo en el actual distrito de Chamberí, debemos pensar en unas calles entonces muy diferentes y aún poco urbanizadas. El Ensanche Norte de Madrid se encontró desde el principio con un freno en la presencia de los antiguos cementerios de la ciudad y la barriada de Vallehermoso, que ya había crecido a sus espaldas en las manzanas entre Fernando el Católico, Meléndez Valdés y Blasco de Garay. Este enclave, aislado de la trama urbana y habitado sobre todo por jornaleros, sobrevivió al siglo XIX y a mediados de los años veinte aún mostraba el aspecto desangelado del arrabal: frente a sus corralas había desmontes, descampados y, en sus cercanías, algún merendero que te situaba sensorialmente antes en el Extrarradio que en el área que administrativamente le correspondía, dentro de los límites de la ciudad.
El caso cogió mucho vuelo rápidamente, en la barriada y en la prensa. El temprano ofrecimiento de una recompensa de 3000 pesetas por parte de la policía incentivó más de lo normal la imaginación popular, dando lugar a un rosario de pistas falsas y avistamientos de las niñas, siempre acompañadas de hombres. Por otro lado, poner Madrid patas arriba hizo que se encontraran por casualidad otras niñas desaparecidas y diversas tramas delictivas.
Si nos fijamos en las noticias aparecidas solamente en El Liberal el 1 de junio, encontraremos el rastro (falso) de las niñas en el pueblo de El Escorial; la presencia de un elegante caballero al que se habría visto el día de la desaparición en la calle Hilarón Eslava; a un profesor de zarzuela que aseguraba haber visto a las niñas en la calle Jovellanos acompañadas de un hombre; la noticia de la recuperación de la niña María Vicenta, perdida el día anterior en Delicias; sabremos de la detención de una “mujer gruesa” con antecedentes por corrupción de menores… El número de aquel día preveraniego se completaba con un completo reportaje sobre el barrio de Las Vistillas donde, en una barraca, se había detenido a La Cascorra, una mujer que vivía con un trapero y parecía formar parte de una red de trata de blancas que enviaba menores al Barrio Chino, en Barcelona.
Si aquel día, aún poco después de la desaparición, el contenido del periódico era semejante jaula de grillos, durante los siguientes meses las informaciones e historias de desapariciones de otras niñas continuaron poblando los medios. Un mes después, en Tetuán de las Victorias desaparecieron dos niñas (de 16 y 15 años) y el caso tuvo también bastante eco. Al final, éstas se habían ido al pueblo de su abuela por decisión propia, algo que encontramos con bastante frecuencia en la hemeroteca.
El tiempo pasó y el caso se secó, aunque seguía apareciendo de vez en cuando en prensa. En 1927 renació en los periódicos franceses con la noticia falsa de que las niñas estaban en un colegio interno en París. En otras ocasiones, se las había situado en Portugal o en Santiago de Cuba.
Un Chamberí en plena transformación urbana, trufado de desmontes y obras a medio finalizar, sería el encargado de escupir a sus hijas desaparecidas a la luz pública. El 16 de febrero de 1928 un obrero desenterró una calavera. Algunos niños empezaron a jugar con el cráneo a la pelota, entre ellos un hermano de María Ortega. Lo cierto es que la cercanía del clausurado cementerio de San Martín hacía frecuente que afloraran huesos humanos que se habían desechado irregularmente en las montoneras de la zona, y en un primer momento el hallazgo pasó desapercibido, pero a medida que fueron apareciendo más huesos y enseres empezó a correrse la voz y todo el barrio empezó a acercarse al lugar.
La versión oficial fue que a las niñas se las derrumbó una cueva en la que jugaban, pero los vecinos afirmaban que en esa zona no había cuevas. El informe forense ratificaría la identidad de las niñas y la versión oficial de muerte simultánea por asfixia, pero mucha gente seguía pensando que los cuerpos habían llegado allí después, quizá desde el cementerio de San Martín, que es el que más tiempo permaneció abierto en la zona y en el que aún se estaban desalojando tumbas. Ante las dudas, se encargó un informe a geólogos del Instituto Geológico y Minero, que dictaminaron que probablemente los cuerpos habían sido trasladados y las niñas no habían muerto allí. La historia, pues, se cerró en falso, sin la conformidad de los vecinos y con la duda de este último peritaje.
En el año 1931, Dionisia, una de las madres, aún creía que todo había sido un montaje y declaraba a El Heraldo “¡Mi hija, que me devuelvan a mi hija! ¡Ahora que tenemos República!”
Cómo nos mira el periódico
Conviene ser precavidos con las historias que, ayer y hoy, se han construido sobre los asuntos de la crónica negra. En el caso de Enriqueta Martí, la conocida Vampira del Raval, tenemos un ejemplo del que podemos aprender. Aquel episodio, ocurrido en Barcelona sólo una década atrás, sirvió de catarsis colectiva -no exenta de misoginia y aporafobia-, para expiar los pecados de una ciudad capaz de convertirse en cima del Modernismo y, a la vez, albergar en su corazón los espacios más míseros. Partiendo de un hecho similar al que nos ocupa, la desaparición de la niña Teresita Guitart, que fue encontrada con vida en casa de Enriqueta, se empieza pronto a forjar la leyenda urbana de la vampira - versión de moderna de la bruja-, que creció a través de libros, obras de teatro y hasta un musical. Elsa Plaza desmontó recientemente el caso, primero en la novela histórica El cielo bajo los pies (Marlow, 2009) y a continuación en Desmontando el caso de la vampira del Raval. Misoginia y clasismo en la Barcelona modernista (Icaria, 2014). En los libros, la autora desvela que a Martí se le atribuyeron muchos crímenes que no había cometido, lo que sirvió de paso para ocultar realidades comprometedoras de la ciudad, como una red de trata de blancas con policías implicados. Joaquím Jordá también firmaría un documental sobre el caso en el que denuncia los intereses urbanísticos que lo rodearon.
Como en el caso de la vampira, en el de las niñas desaparecidas el tratamiento de la prensa se regodea en arquetipos pintorescos con olor a podredumbre, monstruos sociales esculpidos con los rasgos ariscos de la tradición lombrosiana. En realidad, podríamos leer en la creación de estos tipos la aversión hacia las clases populares más empobrecidas y su condena moral. Es el caso de Josefa la Peinadora, una adivinadora a quien las madres van a consultar la desaparición de sus hijas y que, tras cobrarles dos pesetas y media, quedó en trance y vio en sueños a las niñas con un hombre que tenía un lobanillo en las cercanías de El Pardo. La propia policía consultó a la humilde peluquera metida a bruja, lo que acabó por llevar de nuevo a las páginas de los periódicos al “hombre del lobanillo”, encarnado en Matías Escribano, un vecino con un tumor en el carrillo derecho –el famoso lobanillo-, que será detenido temporalmente.
El barrio de Vallehermoso se llenó de reporteros y curiosos esos días, según se desprende de algunas crónicas periodísticas, evidenciándose una cierta lucha moral de clases que tiene un hilo conductor en el relato público de los acontecimientos. La forma de vida de los barrios populares, en los que los niños jugaban en la calle desde muy pequeños separados de sus padres, siempre fue objeto de reproches por parte de la burguesía, hasta el punto de que los frecuentes atropellos por parte de tranvías y automóviles eran tildados como imprudencias de las familias sistemáticamente. Los espacios míseros en los que muchos trabajadores pobres se veían abocados a desempeñar sus vidas eran señalados con culpabilizadora mirada moral e incluidos en la cartografía del mal de la urbe.
Aquellos días, una vecina declaró que la misma mañana de la desaparición de las niñas había echado en falta a su hija y había ido a buscarla. La encontró en la Moncloa, acompañada de otros críos y junto a un cura. Tras llevársela con ademán airado, tuvo que soportar el comentario de un hombre bien vestido que por allí pasaba: “¡Algo peor les debería ocurrir a ustedes por tener a sus hijas abandonadas!” Por otro lado, la niña María Ortega no estaba bautizada, hecho que trascendió y por lo que su madre recibió numerosas amenazas anónimas también. Suma y sigue.
Estas confrontaciones cotidianas de clase debieron repetirse con los nuevos visitantes atildados que visitaban el barrio de Vallehermoso y en otros lugares del Extrarradio. En Tetuán de las Victorias, por ejemplo, una señora quiso dar una limosna a unos críos, hijos de traperos, pero fue confundida por los pequeños con un hombre disfrazado –figura que se repetía en el imaginario del robo de niños- y una multitud estuvo a punto de lincharla.
Muchos habitantes de barrios trabajadores estaban convencidos de que los niños desaparecidos acababan en familias pudientes que no podían tener hijos, en no pocas ocasiones con la intermediación de la iglesia a través de sus instituciones caritativas. En el caso de las niñas desaparecidas el relato del rapto y el convento merodea a través de las figuras de la maestra, la catequista y el cura de un convento cercano.
Mariana Escudero fue una de las principales sospechosas del caso y pasó un mes detenida, aunque finalmente fue puesta en libertad sin cargos. La maestra y su amiga Mercedes Morales, catequista, habían estado visitando en prisión al padre de la niña María Ortega a escondidas de su madre. Su pretensión era convencerle de que las dejara bautizarla. Recordemos que la maestra fue quien mandó a María a comprar patatas el día de la desaparición, por lo que la idea de un secuestro para bautizarla, en el que las otras niñas se habían visto envueltas casualmente, fue tomando fuerza en la opinión pública (y fue especialmente apoyada por diarios anticatólicos como El Heraldo de Madrid).
Escudero fue detenida y se registró el convento de Gaztambide, con cuyo cura las mujeres tenían relación por haber mediado para el ingreso de algunas niñas con anterioridad. Aunque quedó libre, fue rechazada por el vecindario y acabó desahuciada de su casa. Tras verse obligada a dormir en la calle, emigró a Barcelona para labrarse una vida fuera de la atención de medios y vecinos. Su bisnieta, Joanna Escuder, escribió en 2010 una novela donde narra el caso.
La sospecha sobre la catequista y la maestra nos habla del recelo surgido ante una mujer de otra clase social (la catequista, mujer de veraneo en Santander, sobre todo) y de barrios donde, si apenas llegaban las instituciones públicas o las infraestructuras, también era más débil de lo habitual el influjo de instituciones sociales como la religión católica.
La mirada sospechosa y deformante hacia la pobreza que motea el relato periodístico es extensible también al prejuicio hacia la geografía menesterosa de Madrid, haciéndose de los espacios periféricos y de los colectivos de personas sin arraigo objeto inmediato de la sospecha. Por supuesto, los gitanos fueron los primeros en soportar estas miradas. No bastó con registrar a los feriantes que estaban aquel día en las cercanías de la Princesa:
Pronto se llevaron a cabo también “registros en todas las casas de dormir de los barrios extremos, en las posadas de la Cava Baja, donde suelen albergarse gitanos y buhoneros, y en los paradores de las Rondas y del Puente. También se han dado batidas en las chozas de la Alhóndiga, en dos campamentos que en las inmediaciones del Manzanares tienen unas familias de gitanos y en la Almenara, barrio de traperos en Tetuán de las Victorias” (La Libertad 29/5/1924).
Curiosamente, los habitantes de los barrios populares miraban a las familias adineradas y a los conventos en busca de los niños desaparecidos, mientras que las clases pudientes les miraban a ellos y a sus barrios bajos o del Extrarradio.
Caído un dígito en el calendario de los siglos, Owen Jones comparará en Chavs, la demonización de la clase obrera, el tratamiento mediático en dos casos de desaparición de niñas entre los años 2007 y 2008. El de Madeleine McCann se convirtió en asunto nacional británico, mientras que en el de Shannon Matthews, que mereció menor entusiasmo popular, la madre fue prácticamente culpada. Ella había tenido seis hijos más, con cinco hombres diferentes, y vivía con su padrastro en un barrio pobre al norte del país. Como hemos visto en el caso de las niñas desaparecidas, en los años veinte el relato de los medios de comunicación también se veía condicionado por la clase social de las víctimas.
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