Acompañando a Chile por nuevas alamedas
Por fin, Chile ha elegido a sus representantes para la Asamblea que pretende alumbrar la nueva Carta Magna, plebiscitarla y terminar así de una vez con los fantasmas de la era Pinochet y los restos de “la Constitución más neoliberal del mundo”. No sabemos cómo terminará este intenso maratón político - que se prolongará al menos hasta mediados de 2022, y que coincide con la renovación de centenares de alcaldes, concejales y gobernadores regionales en todo el país; con primarias de los partidos para definir candidatos en julio, y con las elecciones presidenciales y parlamentarias de noviembre. Lo que sí sabemos es que este proceso va a tener importantes repercusiones para toda América Latina.
Ahora mismo, todo está en juego: abrir paso a un estado social y democrático; a nuevos derechos sociales, medioambientales, de género, incluso los “neuroderechos” vinculados a lo digital; a la inclusión de los pueblos indígenas; a la descentralización; a la reforma de las instituciones. Si sale bien, el experimento chileno podría superar con mucho en densidad, ambición democrática, e innovación, a procesos recientes de reforma constitucional en la región en la últimas dos décadas, desde Colombia, Ecuador, Bolivia, Venezuela, México, o Nicaragua, a República Dominicana y Cuba. Pero si sale mal, podría convertirse en un cóctel explosivo con una gran onda expansiva por la región. ¿Cómo hacer compatible la lógica de consenso que requiere una asamblea constituyente, en su aspiración a lograr grandes acuerdos mayoritarios, con la lógica centrífuga propia de los partidos, de rivalidad electoral? ¿Qué pasa si el proceso descarrila por los juegos tácticos de unos y otros; si se demoran sine die los plazos establecidos; o si el consenso entre ciudadanos y entre partidos al fin se hace imposible? Canalizar en positivo demandas y frustraciones de años y los miedos generados por la pandemia no va a ser fácil.
La sociedad y la clase política chilena tienen sobre sus hombros una enorme responsabilidad. Pero también la tienen España y la Unión Europea, especialmente las fuerzas progresistas en un sentido amplio. Chile tiene para nuestras democracias un peso simbólico y político mucho mayor que su tamaño convencional. Por su trágica dictadura, su inquebrantable pulsión democrática, su controvertido éxito macroeconómico, o su doble proyección geopolítica al Pacífico y Atlántico. Haríamos bien en invertir más capital político y aunar esfuerzos para transformar la malaise chilena en un “sí se puede”. Nuestras sociedades disponen de sobrados recursos para abrir una conversación intensa entre agentes políticos y sociales. Desde la amistad, reconociendo nuestras fortalezas, pero sobre todo lo que nos hace vulnerables: la desigualdad, la salud, la educación, las pensiones, y lo que nos divide: la polarización, el nacionalismo excluyente, la xenofobia. Con una actitud dinámica, caminando juntos en este momento crítico en nuestras vidas social, económica, o constitucional. Hay al menos tres ámbitos que pueden resultar útiles para todos.
El primero es el ámbito jurídico-constitucional. España puede una vez más exhibir las virtudes de la Constitución del 78. Pero no tanto como algo estático o histórico, puesto que hoy las realidades son hoy muy distintas, sino como un referente para evolucionar hacia Constituciones propias del siglo XXI, que blinden nuevos derechos sociales, medioambientales o de género, y que protejan nuestras libertades en esta nueva Gran Transformación tecnológica y digital. El propio Tratado de la UE, el acervo jurídico-político de países como Alemania, Francia o Italia, o los debates actuales en Europa sobre estas cuestiones, pueden aportar otras perspectivas.
Un segundo ámbito es el proceso político. Aquí sería fundamental separar lo más posible las legítimas disputas y el ruido entre partidos, de las deliberaciones de la Asamblea constituyente - donde una mayoría queda en manos de independientes, izquierdas y centro, mientras la derecha no alcanza el tercio requerido para influir significativamente en las decisiones. Idealmente, la Asamblea debería marcar el ritmo de todo el proceso político y electoral de una manera racional, con una profunda actitud cívica. En este sentido, la actitud de concordia de la Transición española, con su ingeniería de pactos entre partidos y organizaciones sociales y sindicatos, pueden actuar como referentes que amortigüen las actuales guerras partidistas en Chile, eviten los revanchismos a uno y otro lado, y permitan ir avanzando en las principales metas comunes. Una gran diferencia aquí es que en el caso chileno los partidos están muy fragmentados y parten de una situación de debilidad notable. Felizmente, centenares de organizaciones y líderes chilenos están apostando por amplios consensos transversales a izquierda y derecha. Un primer paso sería construir pasarelas entre los sectores progresistas que promueven las reformas más innovadoras, aparcando diferencias entre socialdemócratas (PPD) socialistas (PS) comunistas (PC) y populistas del Frente Amplio. En esto, el ejemplo del actual gobierno progresista de coalición de Pedro Sánchez en España podría resultar útil. Si miramos del centro hasta la derecha, el gran reto es llegar a acuerdos para superar un neoliberalismo profundamente divisivo, y claramente inservible para el nuevo mundo que está surgiendo tras la pandemia.
El tercer ámbito es el social. Tenemos, aquí y allá, que escuchar las demandas de las generaciones más jóvenes. De maneras muy diferentes, pero con el fondo de la desafección general hacia los partidos tradicionales, los estallidos chilenos de octubre de 2019 encontraron ciertos ecos con otros movimientos de protesta internacionales. Ahora bien, nuestro rechazo de la violencia no debe hacer olvidar que la crisis de representación no ha desaparecido. En España, del 15 M hemos aprendido que vale la pena hacer un esfuerzo colectivo para reconducir por vías pacíficas y democráticas aquello que menudo se etiqueta simplemente como “anti-sistema”, e incorporar lo mejor de ello a la maquinaria del país. En Chile, hace mucho que múltiples ideas e iniciativas legislativas sobrevuelan los diversos foros de debate en la sociedad y el parlamento. En toda América Latina debemos dar salida a esas energías para que las expectativas no se frustren en estallidos de violencia.
Finalmente, debemos apelar a los líderes políticos y a la sociedad chilena a pensar y actuar a lo largo de este proceso en clave supranacional, con una mirada regional, euro-americana y global, dejando atrás una visión pacata de la soberanía. Chile puede tomar altura: nuevos vientos soplan desde la Casa Blanca y desde Bruselas en la dirección de un nuevo paradigma más social, más sostenible, más inclusivo. Una vez, el presidente Salvador Allende abogó por que “el mandato de nuestros próceres se cumpla y tengamos una sola y gran voz continental”. A diferencia de entonces, hoy podemos empujar en esa dirección desde la UE, con el Alto Representante, las delegaciones europeas, y muy especialmente el Parlamento Europeo y la sociedad civil. El proceso chileno puede servir de ancla para la relación entre Europa y Latinoamérica, y acelerar muchas otras cosas. Por ejemplo, la ratificación del nuevo acuerdo de Asociación entre las dos regiones. O que Chile retome el acuerdo regional de Escazú sobre medioambiente. O servir para alimentar el gran debate trasatlántico acerca de la renovación de nuestras democracias, en las Américas y en Europa. Algo que nos permita caminar juntos por nuevas alamedas, más amables, más humanas.
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