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Todavía Orwell

La presidenta de la Comunidad de Madrid Isabel Díaz Ayuso.

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'1984', una novela que según el erudito Alberto Núñez Feijoo fue publicada “hacia 1984” (el resto de la humanidad sabe que apareció en 1949), es esencial para entender el siglo XX. Resulta inquietante que la obra de George Orwell mantenga su vigencia en el siglo XXI, cuando los viejos totalitarismos parecen haber pasado a la historia. En 2023, el “doble pensamiento” y la “nueva lengua” siguen siendo claves para interpretar la realidad.

Hay que admirar la inteligencia del economista Milton Friedman (1912-2006), el genio que impulsó la revolución contra el Estado. Es decir, contra el instrumento que permite redistribuir la riqueza, favorecer la igualdad de oportunidades y luchar contra los abusos oligopólicos. Friedman fue un gran economista. También fue un mago de la palabra.

En 1962 publicó 'Capitalismo y libertad'. En 1980, junto a su esposa Rose, 'Libertad de elegir'. Ambos libros, en los que exponía sus teorías monetaristas, tuvieron una gran influencia. Su enemigo no era el socialismo soviético, que se desacreditaba por sí solo, sino la socialdemocracia keynesiana. Friedman consiguió que, de alguna forma, los conceptos de capitalismo (sin límites) y consumo (sin límites) se unieran a la idea de libertad.

Así empezó a formarse la gran mentira. Entre 1973 y 1974, las dictaduras militares de Argentina y Chile pusieron en práctica las ideas de Friedman. Chile lo hizo hasta el fondo: todo se privatizó, incluidas las pensiones, y nació un nuevo monstruo totalitario en el que todo se subordinaba a un poder supremo que no era ni el dictador, Augusto Pinochet, ni una ideología, sino un mecanismo, el mercado.

Quedaba un poco raro que la nueva idea de libertad fuera aplicada por una horrenda dictadura. Había que trasplantar la cosa a las democracias, y eso se logró a partir de 1979-1980 con Margaret Thatcher en el Reino Unido y con Ronald Reagan en Estados Unidos. Con una reformulación: ahora el capitalismo no sólo representaba la libertad, sino al pueblo.

Thatcher moldeó a su gusto un producto mejorado: el “capitalismo popular”. El oxímoron tenía tres dogmas. El primero establecía que gracias a las privatizaciones la gente común compraría más y más acciones, con lo que el capital se dispersaría y se democratizaría, dejando de concentrarse en pocas manos. El segundo decía que esos accionistas “populares” cederían la gestión de las empresas a ejecutivos competentes, elegidos no por su origen sino por su mérito. El tercero proclamaba, simplemente, que todos seríamos más ricos porque los bienes estarían más repartidos y viviríamos mejor.

La patraña se hace evidente a estas alturas, cuatro décadas después. ¿Se han fijado ustedes en la influencia de los pequeños accionistas sobre las grandes empresas? Exacto, ninguna. El capital está más concentrado que nunca en unas pocas manos. ¿Cuál es la característica que comparten prácticamente todos los ejecutivos “meritocráticos”? La de subirse el sueldo a niveles estratosféricos como premio por contener la “masa salarial”, es decir, los sueldos de los trabajadores. ¿Está hoy todo más repartido y vivimos mejor? ¿A ustedes qué les parece?

(Un apunte: las pensiones privadas de Chile resultaron ser una miseria).

Al mejunje de Friedman (restricción monetaria, privatizaciones, desmantelamiento del Estado) y a su pupurrí de oxímoron (libre mercado, capitalismo popular), que denominamos genéricamente como “neoliberalismo”, se le puede aplicar la misma crítica que al socialismo de corte soviético: manipula las palabras y los conceptos para ocultar que todo es fracaso y todo es mentira.

Cada vez que Díaz Ayuso o Abascal hablan de libertad, conviene releer algún párrafo de '1984' y recordar alguna frase del Gran Hermano de Orwell. Como aquella de “la guerra es la paz”. En la novela, cualquiera percibe la trampa del neolenguaje totalitario. En la realidad, hay quien no lo pilla.

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