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Yo en la ciudad, mi familia en el pueblo: así se sobrelleva la crisis del coronavirus lejos de la localidad natal

Contraste de paisajes entre un pueblo aragonés y un patio de comunidades de Zaragoza.

Óscar Senar Canalís

Zaragoza —

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El sábado fue el momento clave: ¿Me vuelvo o no al pueblo? Esta es la pregunta que se hicieron muchos jóvenes que habitualmente residen y trabajan en Zaragoza, pero que tienen a sus familias en sus pueblos del rural aragonés. Los que optaron por quedarse, ahora añoran su localidad natal y a sus familias, pero no se arrepienten de una decisión que tomaron “por responsabilidad” tras haber estado expuestos a situaciones de riesgo de contagio. Sobrellevan la distancia como todo el mundo: lo mejor que pueden.

Es el caso de Susana López, de 34 años, maestra natural de Moreal del Campo, una de las localidades más golpeadas por los contagios por COVID-19 en Aragón. “Estuve pensando en irme para estar con mis padres, y con los perros y los gatos, y poder pasear por el jardín, el antiguo corral de casa de mis abuelos, que es más grande que mi piso de Zaragoza... Mis hermanas y mis padres me animaron a volver para no quedarme aquí sola. Pero justo había estado el domingo en Madrid, en la manifestación del 8M, así que tomé la decisión de quedarme aquí”, cuenta.

En Monreal, al darse de forma temprana casos en la residencia de ancianos, se tomó en serio la epidemia desde el primer momento. “Me parecía una falta de responsabilidad, y también de respeto, tras haber viajado a una zona de riesgo, volver solo por el hecho de que iba a estar más cómoda allí”, cuenta López. “A mi madre no le hubiera importado que hubiera ido, incluso me animó a volver porque consideraba que no iba a pasarles nada. Mi padre trabaja para una empresa de jamones, y ha subido la demanda, por lo que igualmente tiene que salir de casa todos los días. Nadie me iba a decir nada si volvía, pero tomé la decisión de quedarme”.

Cristina Ferrer Marzola, trabajadora social de 38 años, natural de Belver de Cinca (Huesca), también se quedó en la capital. “Trabajo con niños, que es un grupo de riesgo en trasmisión de contagios; además, una compañera de trabajo tuvo décimas de fiebre tras un viaje... Tenía pensado irme al pueblo este fin de semana, como hago otros, pero en esta situación me pareció que no era lo adecuado: no era necesario correr el riesgo de llevar el virus allí donde no está, ni exponer a nadie sano o de riesgo”. Cuando lo comunicó a su familia, “la primera respuesta fue: 'Vente, que aquí estaremos mejor y juntos', pero luego se dieron cuenta de que era la mejor decisión”. “Este no es mi hogar, pero cuando pasen cuarenta días, igual sí”, dice entre risas.

Cristina remarca que “aunque a raíz de lo ocurrido en los pasados días surgió el lema 'Sólo os acordáis del pueblo cuando truena', algunas nos acordamos mucho más que cuando truena, y tomamos la decisión de pasar la tormenta lejos. Nos estimamos mucho el pueblo como para llevar nada que pueda afectar al 80% de la población”.

Ernesto García, educador de 26 años y natural de Zaidín (Huesca), es otro de los que optaron por no moverse de la capital. “Mis padres son personas de riesgo, al igual que buena parte de la población del pueblo, así que lo responsable era quedarse. Ellos hubieran preferido que fuera, pero había estado en Barcelona y en la manifestación del 8M y no me pareció prudente. Sí me lo llegué a plantear, porque allí la cuarentena creo que se hace más llevadera”, cuenta.

El caso de Alicia, abogada veinteañera natural de una pequeña localidad altoaragonesa, es distinto. A ella el estado de alarma la sorprendió en su pueblo, tras haber ido a pasar ahí el fin de semana “sin salir de casa por precaución”, precisa. El lunes se incorporaba a un nuevo puesto de trabajo, así que, con total incertidumbre, regresó a Zaragoza. “Aquí me voy a quedar sola y triste, a ver hasta cuándo...”, se resigna.

Llamadas y paisajes

“Ayer hicimos una videollamada, y fue genial. No hace tanto que no los veo, pero poder hablar con mis padres y mis hermanas todos a la vez nos animó mucho”, dice Susana. Se turnan para hablar con su abuelo, interno en la residencia de ancianos afectada por un brote de coronavirus: “Está asustado, porque ha ido viendo cómo se llevaban a los enfermos. Mucha gente insistió en poder visitar a sus familiares allí, pero cuando vieron el equipo sanitario con el que los trasladaban se dieron cuenta de que esto era muy serio”.

“A veces he estado semanas sin ir al pueblo, pero saber que ahora no puedo se me hace cuesta arriba”, dice Susana, que echa de menos poder ver el paisaje de su pueblo, frente al muro de edificios que tiene ahora enfrente. Tiene el consuelo de que, como maestra, sigue impartiendo clases a través de las plataformas online que se han puesto en marcha. Ernesto lamenta la sensación de “lejanía” de los suyos, si bien “ahora estamos hablando más que nunca por teléfono”.

Por su parte, Cristina tiene la suerte de vivir cerca de una zona verde, así que “aunque solo tengo una pequeña terraza cerrada, por lo menos veo algo bonito desde casa”. Además de con su familia, se mantiene en contacto con sus amigas de la peña. Y empieza también a echar de menos también el huerto, con el que se proveía todas las semanas de verdura fresca.

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