El dilema de los trabajadores de la petroquímica en Tarragona: “Sabemos que es peligroso pero necesitamos el dinero”
La Pobla de Mafumet (Tarragona) tiene 3.904 habitantes y dos polideportivos impolutos. Los vecinos disponen de dos piscinas climatizadas, pistas de tenis y pádel, una sauna, un espacio de hidromasaje y una sala de fitness. El Ayuntamiento ofrece actividades de aquagym a sus residentes, clases de inglés e incluso entrenamientos de petanca. En el pueblo no falta de nada. Unos carteles repartidos por el municipio, sin embargo, recuerdan que esas comodidades tienen un precio: los letreros indican cómo se debe actuar en caso de accidente químico.
La opulencia de las infraestructuras de este pequeño municipio, a tocar del complejo petroquímico de Tarragona, ilustra a la perfección la dicotomía que recorre toda la zona: a los vecinos no les gusta la industria que tienen alrededor y muchos le tienen miedo. La mayoría, no obstante, vive de ella y se beneficia del dinero que aporta a la provincia.
“En Tarragona vivimos casi todos de lo mismo”, señala Andrés Luna, un jubilado que trabajó durante 22 años en IQOXE (antiguamente llamada IQA), la planta química donde se registró la explosión del martes que se cobró tres vidas. “La otra cosa es que nos guste”.
Rafael Moya llegó de Jaén a La Pobla en 1966, cinco años antes de que se empezara a construir el complejo petroquímico que queda a pocos metros del pueblo. El recinto, el más grande del sur de Europa, ocupa 12 kilómetros cuadrados, la misma superficie que el barrio de Gràcia en Barcelona. “Aquí había melocotones, uvas y avellanas por todos los lados”, recuerda con cierta nostalgia este señor de 62 años. “Nadie nos preguntó si queríamos poner todas estas fábricas”. A pesar de sus quejas, confiesa que él también trabajó en la planta.
El humo de las chimeneas de Repsol es omnipresente desde todos los puntos de este municipio, que dedica más de 354 euros por habitante a “actuaciones de protección y promoción social”. Más del doble que Tarragona, la capital de la provincia, que dedica 146 euros. Los altos ingresos en impuestos por la actividad industrial que se lleva a cabo en su suelo lo han convertido en un municipio rico -el Ayuntamiento tiene un presupuesto de 11,9 millones- que ofrece servicios que casi ningún otro pueblo puede brindar.
“Existe un amor-odio con esta industria que nos rodea”, señala Enric Poll, vecino del municipio de 29 años. “Ha generado una infinidad de puestos de trabajo, pero también ha cambiado la esencia del campo, la gente y sus pueblos”. Según este joven, mucha gente de su edad opta por cursar estudios relacionados con la industria química porque saben que así podrán quedarse en la zona. “Hay oferta, está cerca y las condiciones laborales son muy buenas”.
Según algunos trabajadores consultados, los salarios oscilan entre los 20 y los 40.000 euros anuales en función de la antigüedad, del puesto que ocupan y de si están contratados directamente por la empresa.
Lluisa Ayza, 28 años, es profesora de instituto en Barcelona. Su infancia transcurrió en El Morell, otro pueblo cercano al complejo petroquímico. Su padre trabajó durante muchos años en la planta de Repsol. “Yo preferiría que esta industria no estuviera en la zona por las consecuencias que tiene, pero entonces no sé qué sentido tendría la vida aquí”, explicaba el miércoles. “Hay pocas alternativas en la zona para quien quiera trabajar”.
Una población sin alternativas
En el acceso a IQOXE, la planta química donde hubo la explosión, los trabajadores de la empresa se reúnen en corrillos. Los abrazos, llantos y lamentos son interrumpidos periódicamente por camiones de bomberos que entran y salen de la fábrica, todavía con algunas llamas durante la mañana del miércoles. Hace pocos minutos que les han comunicado que Óscar, uno de los jefes de producción, falleció durante la explosión. “Era un tipo cojonudo, de los mejores que había en la empresa”, se lamentaba Andrés Luna, el extrabajador de la empresa.
“Miedo hemos tenido siempre y sabemos que es peligroso”, asegura uno de los trabajadores, 50 años, tez rojiza y arrugada y un pelo blanco que le hace parecer mucho mayor. “Pero necesitamos el dinero: tengo dos hijos y un préstamo de 20.000 euros”. Según este trabajador, que rechaza ser citado por su nombre y apellido, los empleados de la planta venían alertando desde hace tiempo de los recortes que estaba llevando a cabo la empresa, pero esto no les echaba para atrás. “Si hay otra explosión, yo mañana soy el primero en volver a venir, no me queda otra”.
En 2012, 2015 y 2018, un equipo de la Universitat Politècnica de Catalunya realizó estudios independientes sobre la calidad del aire en el territorio. Los resultados de los tres estudios indicaban la presencia de niveles muy altos de distintos gases tóxicos que podían llegar a provocar cáncer. ¿Por qué entonces la población no se moviliza contra una industria que les podría estar matando?
Según un estudio publicado en junio de 2014 en la Revista Española de Investigaciones Sociológicas, la población del Camp de Tarragona es consciente de los riesgos que corre, pero “generalmente aparenta mirar hacia otro lado”. Según este informe, los residentes en la zona no pueden decidir sobre los riesgos ni sobre su grado de exposición a los mismos y tienen una fuerte dependencia del sector, un factor que ha implicado que la población de la zona nunca se haya movilizado.
“Ni siquiera los ecologistas quieren cerrar la petroquímica, todo el mundo tiene allegados que viven de ella”, recuerda Lluisa Ayza, la profesora de instituto. “Lo que piden es que haya un control y que no se tapen los episodios de contaminación y las malas prácticas de las empresas”.
Las dos almas del Camp de Tarragona
“Esto puede iniciar una guerra entre los dos bandos”, alertaba otro trabajador de IQOXE en la entrada del recinto. Se refería a la brecha que, según él, se puede abrir entre los partidarios y detractores de esta industria en la zona.
Como muestra, las dos manifestaciones convocadas en Tarragona tras el accidente. A las 18 h, un centenar de trabajadores del sector se han concentrado convocados por CGT para pedir una mejora en las condiciones laborales que eviten un nuevo accidente. Prácticamente todos los manifestantes pertenecían a esta industria.
A las 19 h, otra manifestación mucho más numerosa convocada por la organización ecologista Cel net pedía otra cosa: que el sector deje de crecer y que se controlen mejor las emisiones que genera. También exigían que la población de la zona esté más informada de los riesgos para la salud que tiene esta industria.
“Sería absurdo pedir su eliminación”, señala Josep Maria Torres, portavoz de la plataforma, que cree que la explosión del martes podría haber generado una catástrofe mucho mayor. “Lo que exigimos es que la administración considere nuestro contexto de alto riesgo y que ejerza un mayor control sobre estas plantas”.
A pesar de las diferencias en las manifestaciones, no existe ninguna brecha insalvable entre partidarios y detractores. Los residentes del Camp de Tarragona se han habituado a vivir con la amenaza de un accidente y con los olores que en ocasiones desprende el complejo petroquímico. Los jóvenes incluso se han acostumbrado a los simulacros de accidente en el colegio, aunque durante la explosión del martes no sonara ninguna sirena. “Tantos simulacros y el día que pasa algo no suena nada”, se lamentaba Christian Pizarro, estudiante de química de 18 años y vecino de uno de los fallecidos tras el accidente.
A pocos kilómetros de ahí, en la Pobla de Mafumet, los vecinos aguardan la fiesta mayor de invierno que empieza de aquí 15 días. En los festejos de todo el curso el municipio invierte 657.000 euros, más dinero incluso que Tarragona a pesar de tener 130.000 habitantes menos. “No sé yo si sirve de nada tanto dinero”, reflexiona arrugando la nariz Rafael Moya, el vecino del pueblo de 66 años. “Otros lugares no han tenido la petroquímica y han tirado adelante sin contaminarse”.
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