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Javier Calvo da visibilidad al traductor en “El fantasma en el libro”
El escritor y traductor Javier Calvo da visibilidad al papel del traductor en su último ensayo, “El fantasma en el libro”, en el que reivindica, “sin que se note”, esta figura esencial, y al mismo tiempo da a conocer su trabajo a un público general.
En una entrevista concedida a Efe, Calvo señala que “El fantasma en el libro” (Seix Barral) cubre además un hueco en las librerías, donde “hasta ahora sólo había textos académicos, que son ininteligibles para un lector normal”.
Por esta razón, Calvo concibió el libro “ligero, accesible, que incluyera una cierta introducción histórica, y diera una visión de conjunto, antes de transmitir una tesis”.
Confiesa el escritor que es “el primer sorprendido de que el libro se haya publicado”.
Para su escritura, Calvo mantuvo encuentros con otros traductores y encontró “bastante acuerdo respecto a cuestiones como las quejas sobre la situación de la profesión, propio del gremialismo”, y descartó las opiniones discordantes, porque “era importante que el libro tuviera un discurso coherente” y, por tanto, ha intentado “buscar la impresión mayoritaria”.
El libro reivindica que haya “una conciencia mayor de que el traductor debe tener más espacio y libertad para hacer su trabajo, y que debería adquirir un protagonismo mayor, sin llegar a pensar que puede mejorar el original, pues todos somos conscientes de que somos subsidiarios”.
Respecto al lector, Calvo subraya que en ocasiones el proceso de traducción “pasa por una serie de filtros que ha llegado a aplanar el texto final”, algo que se puede detectar cuando comparas a dos autores diferentes en estilo, pero que son publicados aquí por la misma editorial.
“Si le preguntas a alguien si le gusta Martin Amis o Ian McEwan y qué diferencias de estilo hay entre los dos, es posible que no lo sepa, y que el resultado final de ese proceso haga que todo suene igual”, añade.
Del mismo modo, “resulta difícil trasladar al lector cuándo un personaje habla como un negro del Bronx o como un chino que habla mal el inglés”.
Frente a unos tiempos pretéritos, cuando a un autor se le conocía por su traductor, en la actualidad esa tendencia ha cambiado, pues “ahora hay mucha movilidad entre editoriales, y si cambia de editorial cambia también el traductor”.
Reconoce Calvo que “traducir poesía es mucho más difícil que hacerlo con la novela, especialmente traducir poemas en verso, pero las ediciones bilingües han resuelto en parte esto y la traducción se basa más en la forma y en el significado”.
Ser escritor, como le sucede al propio Calvo, “ayuda mucho al traductor” y advierte que “para el escritor no hay mejor escuela que aprender con la traducción”.
A Calvo le cuesta entender que se enseñe la escritura creativa en una escuela, lo cual le parece “una conspiración organizada para sacar dinero”.
Para ser escritor, “la traducción te da herramientas que son esenciales”, apunta Calvo, consciente de que “este punto de vista quizá deja fuera a buenos traductores que no son escritores”.
Cuando empezó a traducir hace quince años, recuerda el autor de “Los ríos perdidos de Londres”, “el traductor escritor estaba mal visto, y, de hecho, en los años 70 y 80 había buenos traductores que escribían pero que eran vistos como diletantes”.
En la actualidad, precisa, se está estandarizando la idea de que el escritor que traduce le da un plus a tu traducción y “esa muralla que había entre los dos mundos se ha caído y ya no es un problema”.
En sus últimos capítulos, “El fantasma en el libro” lanza una crítica a la situación de la traducción en España, donde se ha instalado “una cultura de no considerar la traducción con recursos suficientes, donde no se pagan tarifas como en otros países, ni te dan el tiempo suficiente para hacer tu trabajo”.
Sin saber bien qué futuro le depara al libro traducido, Calvo describe un mundo literario que ha cambiado muchísimo en los últimos diez años, con “una fragmentación del mercado editorial, en el que los dos grandes grupos se están redimensionando para adaptarse al descenso en las ventas y las editoriales pequeñas por su tamaño pagan también menos”.
No oculta cierto pesimismo cuando asegura que “a la cuestión coyuntural, la crisis económica, se suma también otra estructural: la literatura suponía antes el 50% del consumo cultural y ahora es el 20%, superado por Internet y las descargas de series”.
“Si nos quedáramos como estamos, ya sería feliz”, concluye.
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