Histeria, pelucas y una calculada operación de marketing: la verdad sobre la llegada de los Beatles a Estados Unidos
¿Por qué dedicar un artículo a los Beatles, el grupo sobre el que más se ha escrito en la historia? Pues porque la atención que han recibido casi nunca se ha centrado en contar cómo la publicidad y las relaciones públicas contribuyeron a su inmensa popularidad. Como sucede con Michael Jackson, Nirvana o Rosalía, su éxito suele entenderse como el resultado de un talento y carisma únicos que acaban por abrirse paso en la opinión pública. En estos casos, se asume que el papel de la industria musical y los medios de comunicación es canalizar un oleaje de sentimiento popular que, en última instancia, es el que determina qué artistas triunfan y cuáles no. Tal creencia está especialmente arraigada cuando se trata de explicar el ascenso al estrellato de los Beatles, tarea para la cual siempre se recurre a esa “epidemia” adolescente que irrumpió de forma incontrolable y se bautizó como beatlemanía.
No seré yo quien niegue las numerosas virtudes artísticas del grupo inglés. Mi intención es más bien evidenciar que sus cualidades necesitaron, para llegar a ser mainstream, de un gran aparato mediático y promocional que normalmente permanece oculto. En este artículo, pues, trataré de mostrar en qué medida el enorme revuelo provocado por la primera visita de los Beatles a Estados Unidos, en febrero de 1964, se debió a una serie de estrategias comunicativas que se llevaron a cabo en los tres meses previos.
Tampoco pretendo aquí cuestionar la integridad de los Beatles como artistas. De una forma u otra, todos los grandes nombres del pop y el rock tienen que lidiar con un ecosistema empresarial que les convierte en mercancías destinadas a un consumo masivo. Recordemos que los Beatles, en sus inicios, eran cuatro gamberros de clase trabajadora que se dejaron moldear por su mánager, Brian Epstein, un gentleman hijo de comerciantes judíos. Entre otras cosas, Epstein les prohibió fumar, beber y decir palabrotas sobre el escenario, les obligó a ensayar un repertorio fijo para cada concierto, sustituyó sus chupas de cuero por un uniforme de traje y corbata, y les hizo mostrar respeto a la audiencia mediante una reverencia sincronizada al final de cada canción. En definitiva, refinó la imagen y los modales del grupo hasta conseguir un producto más homogéneo y digerible por el gran público. Aunque Lennon se quejaría más adelante de que Epstein había “domesticado a los auténticos Beatles”, la realidad es que aquellos muchachos de barrio fueron aceptando las directrices de su jefe a medida que comprobaban su eficacia comercial.
A principios de noviembre de 1963, los Beatles eran ya un fenómeno social en el Reino Unido, pero en Estados Unidos no los conocía ni el Tato. Con la idea de replicar la fama del grupo al otro lado del Atlántico, Epstein tiró de contactos y consiguió reunirse en Nueva York con el mismísimo Ed Sullivan, el responsable del programa de entretenimiento de la cadena CBS que lideraba la televisión estadounidense. Epstein tuvo la suerte de que Sullivan, unos días antes, había presenciado por casualidad un estallido de beatlemanía en el aeropuerto de Londres, y la situación le recordó al tipo de “histeria colectiva” que había disparado los índices de audiencia de su programa cuando, unos años atrás, había invitado a Elvis Presley. En la negociación Epstein-Sullivan también ayudó el hecho de que los Beatles hubiesen cantado en un festival benéfico ante la Reina Madre y la princesa Margarita, quienes elogiaron a aquellos músicos “tan jóvenes, frescos y vitales” (y eso que, durante el concierto, el sarcástico Lennon pidió a los asistentes más selectos que “sacudieran sus joyas” en lugar de aplaudir). Si habían gustado a la Corona británica, contratar a aquellos “melenudos” no podía ser tan imprudente, pensó el presentador.
Epstein finalmente cerró un trato por el que sus chicos actuarían en tres ediciones de The Ed Sullivan Show el siguiente mes de febrero. Aunque el caché pactado fuera comparativamente bajo (10.000 dólares en total, unos 100.000 de hoy, que era lo que cobraba un artista cualquiera por una sola actuación), el mánager tenía motivos para estar eufórico: había conseguido que sus representados se subiesen, por partida triple, al ascensor más rápido y seguro del show business yanqui.
La discográfica Capitol era el brazo norteamericano de la multinacional británica EMI. Aunque le correspondía distribuir los discos de los Beatles en EEUU, en un primer momento rechazó hacerlo porque no parecían una apuesta rentable. Por aquel entonces era improbable que un artista británico triunfase en el país, más aún si —como creyó el ejecutivo de Capitol Dave Dexter— se trataba de unos rockeros del montón que no llegarían a ninguna parte. Los otros grandes sellos también pensaron lo mismo, así que los primeros singles de los Beatles (Please please me, From me to you y She loves you) se publicaron en 1963 a través de dos discográficas independientes (Vee-Jay y Swan). Estos sencillos tuvieron la misma repercusión que el disco de Edmundo Arrocet con María Teresa Campos. O sea, ninguna.
A principios de diciembre, gracias a la insistencia de Epstein y a las presiones de su superior en EMI, el presidente de Capitol por fin se comprometió a lanzar el próximo sencillo de los Beatles, I want to hold your hand. Su decisión venía avalada por las astronómicas ventas del grupo en el Reino Unido y, sobre todo, por su futura aparición en el célebre programa de Sullivan. El lanzamiento se acompañaría de una inversión promocional de 50.000 dólares (casi medio millón de hoy), una barbaridad para un artista aún desconocido. La publicación del vinilo se fijó para enero, aprovechando que poco después los Beatles estarían de actualidad con motivo de su debut en la televisión nacional.
Sin embargo, una serie de acontecimientos imprevistos lo precipitó todo. Desde mediados de noviembre, en algunos medios estadounidenses aparecieron pequeñas noticias acerca de aquel conjunto que desataba una extraña fiebre en Europa. Pero el goteo se cortó en seco con el asesinato de JFK, que monopolizó los contenidos informativos y dejó al país en estado de shock. Tras unas semanas de bajón, Walter Conkrite, el presentador del telediario vespertino de la CBS, decidió romper con el clima general de pesadumbre y el 10 de diciembre recuperó un reportaje sobre la beatlemanía que se había quedado en un cajón por la muerte del presidente.
El reportaje entusiasmó a una chica de quince años llamada Marsha Albert, que escribió una carta a su disc-jockey favorito, Carroll James de la emisora WWDC, pidiéndole que pinchara la música de los Beatles. El locutor, intrigado por aquel enigmático grupo de Liverpool, decidió tomarse en serio la carta de Albert y se hizo con una copia inglesa de I want to hold your hand a través de una azafata de British Airways. El 17 de diciembre, James pinchó en primicia la canción y de inmediato la centralita de la emisora se colapsó con llamadas de adolescentes que querían escucharla sin cesar. El dj hizo copias del single y las envió a colegas de otras ciudades, donde la acogida fue similar.
De este modo, I want to hold your hand se viralizó semanas antes de que el vinilo llegase a las tiendas, cosa que no le hizo ninguna gracia a Capitol. La discográfica amenazó con emprender acciones legales contra WWDC, pero finalmente tomó una decisión inteligente que le permitía reconducir la situación: adelantó la salida del single al 26 de diciembre. La nueva fecha obligaba a activar el plan de marketing en un tiempo récord, y por ello Capitol dejó sin vacaciones navideñas a todo el personal del departamento de ventas. El 26D a primera hora, una flota de trabajadores que portaba pelucas con el peinado a lo champiñón de los Beatles (no es broma) se personó en las emisoras de radio del país para repartir una cantidad descomunal de discos promocionales. Antes del mediodía, la canción había sonado en todas partes.
Coincidió que, aquel año, uno de los regalos estrella que los jóvenes recibieron de Santa Claus fue el transistor portátil. Ya fuera en soledad o en compañía de los amigos (los aparatos contaban con auricular y altavoz), una gran parte de los adolescentes pudo disfrutar de I want to hold your hand a través de sus radios japonesas recién estrenadas. La chavalada tenía además los bolsillos rebosantes de dólares gracias a las pagas navideñas, por lo que se lanzaron en masa a las tiendas de discos. El 29 de diciembre, el sencillo de los Beatles ya había vendido 250.000 copias. Para satisfacer semejante demanda, Capitol tuvo que llegar a acuerdos para utilizar las fábricas de vinilos de sus competidores y desplegar una frenética operación de distribución.
Para entonces, el influyente departamento de prensa de CBS había lanzado un comunicado anunciando que el 9 de febrero los Beatles llegarían al país para actuar en el show de Sullivan. Al mando de la operación se hallaba Bernie Ilson, un publicista que había trabajado en la agencia más importante de Hollywood, Rogers & Cowan, antes de ser fichado por la productora de Sullivan. El incansable Epstein, con la ayuda de su jefe de prensa Brian Sommerville, también movió hilos para que las revistas y periódicos publicaran noticias de sus representados. A su vez, Capitol hizo circular un dosier que incluía fotografías e informaciones curiosas que permitían a los periodistas contar diversas historias relacionadas con el grupo.
Los materiales de prensa de CBS y Capitol sentaron las bases del relato sobre los Beatles que, en el mes de enero, comenzó a circular por los medios estadounidenses con cada vez mayor firmeza. Sin apenas consideraciones acerca de su música, la narración enfatizaba su extraordinaria popularidad, su capacidad para enloquecer a las adolescentes y su característica imagen, en especial sus peinados. Y es que, antes de que el movimiento hippie pusiera de moda las melenas masculinas, el pelo-casco de los de Liverpool resultaba especialmente llamativo y suponía un símbolo de ambigüedad sexual alejado de la belleza prototípica del varón estadounidense.
En medio del runrún mediático, hubo voces respetables que ridiculizaron a aquellos extranjeros que hacían música para teenagers. De forma astuta, Capitol incluyó alguna de estas reacciones adversas en los resúmenes que enviaba a la prensa. El componente de conflicto generacional que latía en el fenómeno de los Beatles —y, en general, en el rock’n’roll— era un aliciente comercial para su público objetivo, compuesto por adolescentes blancos de clase media que ansiaban consumir productos que reafirmasen su identidad frente al mundo adulto. Fuera a favor o en contra, la cuestión es que la campaña de Capitol se basó en lograr que el máximo número de medios -desde grandes rotativos a periódicos regionales- hablara de los Beatles, alimentando en todos ellos el miedo a perderse la que iba a ser la next big thing.
Mientras tanto, el plan de marketing avanzaba imparable. Capitol imprimió nada menos que cinco millones de pegatinas con un dibujo (más bien cutre) de las cabelleras de los de Liverpool acompañado del lema “¡Que vienen los BEATLES!”. En un comunicado interno, pidió a sus empleados que colocaran las pegatinas “por la calle y en cualquier parte” y animaran a sus “amigos y familiares” a hacer lo mismo. Además, su red de comerciales siguió con la labor de distribuir pósteres, pelucas y pins a mansalva por las emisoras y tiendas de discos, así como un periódico especial con noticias de los Beatles que se repartió a las puertas de los institutos. La discográfica también tuvo la brillante idea de hacer llegar a las radios cintas con respuestas pregrabadas por los cuatro Beatles, de modo que los locutores podían confeccionar sus propias (y falsas) entrevistas.
Para sacar tajada del tirón de I want to hold your hand, que ya sobrepasaba el millón de copias, a finales de enero llegaron a las tiendas varios vinilos más de la banda. Vee-Jay y Swan reeditaron los singles que habían pasado desapercibidos hasta entonces, además de un larga duración (Introducing the Beatles). Capitol publicó también un álbum (Meet the Beatles), para cuya promoción distribuyó unos asombrosos displays de escaparate en los que John, Paul, George y Ringo, de forma un tanto inquietante, movían sus cabezas accionadas por un motor. Todos estos discos arrasaron en ventas, cosa que, a su vez, facilitó el trabajo en la sombra de los jefes de prensa. Ahora Ilson y compañía sí pudieron convencer a los editores de aquellas publicaciones que, como la revista Life, aún no se habían tomado serio a los músicos británicos.
En pleno hype, el mediodía del 7 de febrero de 1964 los Beatles llegaron por fin al aeropuerto JFK de Nueva York. Allí se encontraron con el griterío de más de 3.000 adolescentes que se habían saltado las clases para dar la bienvenida a sus ídolos. Tal recibimiento se produjo gracias a que, en las horas previas, las principales emisoras de la ciudad habían anunciado los detalles del vuelo. Al parecer, esta información había sido filtrada por Nicky Byrne, el director de la empresa que vendía el merchandising oficial del grupo. Con un mensaje repetido cada quince minutos, las radios también habían prometido regalar una camiseta a todo aquel que se acercase al aeropuerto.
Nada más aterrizar, los Beatles dieron una multitudinaria rueda de prensa en la que se metieron en el bolsillo incluso a los reporteros más reticentes. Como diría George Harrison, una parte importante del oficio de Beatle consistía en “ser arrastrado por ahí y arrojado a una sala llena de periodistas sacándote fotos y haciéndote preguntas”. La situación a menudo era incómoda, pero aquellos veinteañeros la sobrellevaban con una desenvoltura admirable. En las dos intensas semanas de tournée estadounidense que les esperaban, tuvieron ocasión de desplegar su encanto personal en multitud de entrevistas, presentaciones, conferencias, recepciones y sesiones de fotos. Pero no solo se dedicaron a atender a la prensa. Aunque no siempre lo pareciera, los Beatles eran fundamentalmente un grupo de música. Así, durante aquellos días también tuvieron oportunidad de dar tres conciertos y, claro está, de actuar en The Ed Sullivan Show, que para eso habían viajado hasta allí. Su estreno en la televisión estadounidense, por cierto, batió el récord histórico de audiencia (73 millones de espectadores, el 60% de share), un resultado que debió satisfacer enormemente a Epstein y Sullivan. Y a las empresas que patrocinaban el programa.
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