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El Gobierno expulsó a Marruecos a un menor de edad al aplicar la nueva fórmula exprés de devoluciones en Ceuta

Ibrahim Diallo, el menor de edad que el Gobierno expulsó a Marruecos, cuando llegó a Rabat.

Marta Maroto

Ibrahim Diallo participó en el salto a la valla fronteriza en Ceuta el pasado 22 de agosto, aquel en el que el Gobierno desempolvó un acuerdo con Marruecos de 1992 que los gobiernos del PP nunca llegaron a utilizar y que permitió la expulsión exprés de los migrantes subsaharianos que lograron cruzar. De origen guineano, Ibrahim acababa de cumplir 15 años. Fue devuelto pese a ser menor porque, al igual que la mayoría de los que consiguen llegar, no dijo su edad real para no acabar en un centro de menores. Nadie sabía que un dispositivo extraordinario de rechazo exprés tras un salto sería puesto en marcha por primera vez esa misma noche y nadie comprobó que, efectivamente, entre los expulsados había un menor de edad.

“Cuando caí al suelo, la Guardia Civil se acercaba para atraparnos, pero huí y comencé a correr, ya en España. Así fue”, Ibrahim acompaña con gestos su relato del salto mientras responde a las preguntas de eldiario.es desde Rabat, donde vive ahora. Aprovechando la distensión del primer rezo del Aid al-Adha, la fiesta del Cordero, un grupo de más de 200 personas salió de su escondite en el bosque para precipitarse sobre los seis metros de altura de la triple valla fronteriza que separa España de Marruecos.

Después del salto, la Policía acompañó a los inmigrantes hasta el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) para los registros y trámites pertinentes. Fue en ese momento cuando comenzaron a aparecer periodistas y se difundieron grabaciones en las que Ibrahim muestra las heridas que se hizo saltando la valla, como en este vídeo de Euronews en el que aparece con la cara y el pecho ensangrentado y con los zapatos rotos. Ya en el CETI, que él llama “campo”, “nos recibieron bien, nos lavamos, comimos y nunca nos dijeron que nos iban a devolver, jamás”, cuenta.

Mientras esperaban a ser identificados, una trabajadora de las instalaciones le llamó aparte “específicamente” a él y le aconsejó que no dijera su verdadera edad porque entonces, recuerda Ibrahim, no le llevarían con el resto del grupo a la Península y tendría que quedarse en un centro de menores en Ceuta. “Era la primera vez en mi vida, desde que nací, que entraba en Europa. Si alguien me dice que hay que hacerlo así, yo lo hago así”, reflexiona.

La persona a la que Ibrahim identifica como “trabajadora del centro” llevaba, según él, “un chaleco verde con letras en la espalda”, por lo que podría haber sido personal de la contrata que gestiona la seguridad del centro, deducen fuentes de ONG próximas al CETI que estuvieron presentes durante el salto. Estas mismas fuentes añaden que no tienen constancia de que personas relacionadas con el CETI hagan este tipo de recomendaciones.

Por lo general, tras un salto a la valla, los adultos que logran entrar en la ciudad autónoma son identificados –la ley marca un plazo de 72 horas–, se les abre un procedimiento de expulsión y pasan al CETI. Desde allí, pueden ser trasladados a la península o bien para su internamiento en un CIE e intentar proceder a su deportación o a través de la vía humanitaria, en centros de ONG. No ocurre lo mismo con los menores de edad, que pasan a ser tutelados por las ciudades de Ceuta y Melilla y no pueden continuar su trayecto hasta que cumplen 18 años, por lo que muchos tratan de escaparse de los centros –a menudo denunciados por sus condiciones– e intentan colarse en ferris para cruzar a la península.

Así, “es absolutamente normal” que los menores de edad no digan que lo son, explica Patricia Fernández, abogada de la ONG Coordinadora de Barrios. Por sus redes de contactos, las personas que intentan cruzar la valla suelen saber que los menores se quedan a cargo de los servicios de protección de las ciudades autónomas hasta que cumplen la mayoría de edad. Muchos quieren continuar su viaje a países francófonos o del norte de Europa, por lo que evitan a toda costa quedarse bloqueados en Ceuta o Melilla, agrega Pilar Alba Díaz, de la organización Elín.

Por esta razón, cuando llegó su turno y la Policía le preguntó por su nombre, su nacionalidad y su edad, Ibrahim insistió en que tenía 20 años: “La señora me dijo 'di la verdad' y yo dije que era verdad. Mentí, como me dijo la mujer [trabajadora relacionada con el CETI], porque si decía mi edad verdadera me quedaría allí. Siempre dije 20”. Ibrahim no llevaba consigo ningún tipo de documentación, como la mayoría de los migrantes que atraviesan el Sahel para alcanzar Europa, y tampoco le hicieron ninguna prueba médica para averiguar su edad, de acuerdo con su testimonio. La entrevista “no llegó ni al minuto”, asevera Ibrahim, que no tuvo conocimiento de si el procedimiento fue supervisado por algún abogado, como marca la ley.

El testimonio del joven coincide con la desconfianza de organizaciones sociales y letrados que en su momento denunciaron el procedimiento seguido para la devolución exprés. Pusieron en duda que se hubiesen respetado todos los pasos para ofrecer una asistencia adecuada e individualizada en las apenas 24 horas en las que se atendió a los 116 migrantes. Desde el Ministerio de Interior reiteran las palabras que el Gobierno ya pronunció en su momento afirmando que se cumplieron todas las garantías, “tuvieron asistencia letrada e intérprete”, aseguran a eldiario.es fuentes de la cartera dirigida por Grande-Marlaska.

Cuando un migrante declara ser menor de edad o se sospecha que puede serlo, existen unas pruebas oseométricas con las que se trata de estimar su edad, aunque han sido muy criticadas por su amplio margen de error. La Ley de Extranjería establece que si las autoridades hallan a un adolescente sin documentación cuyo aspecto físico haga dudar de su minoría de edad, debe ser derivado a los servicios de protección y se practicarán estas pruebas médicas por orden de un fiscal. Es decir, cuando un adolescente como Ibrahim dice ser mayor de edad, la clave está entonces en si las autoridades sospechan por su apariencia física de que puede tratarse de un menor, lo que pesa sobre la propia autodeclaración.

“A los menores no se les expulsa, si hay sospechas puede pasar que se hagan las pruebas [oseométricas] para confirmar”, defienden desde Interior. Estas mismas fuentes no confirman que se llegara a encargar algún examen para comprobar la minoría de edad aquel día. Otros dos chicos menores, que llegaron al CETI minutos más tarde que Ibrahim y que sí dijeron su edad real, no fueron devueltos. “No sabíamos que al final nosotros íbamos a salir de allí y ellos se iban a quedar”, lamenta el joven.

Ibrahim ha enviado a eldiario.es el único documento que acredita su edad: la partida de nacimiento que guarda el colegio al que acudía en su país de origen, Guinea Conakry. En el escrito, que ha tenido que pedir y fotografiar un amigo de su infancia, figura que nació el 10 de agosto de 2003. En el CETI, las autoridades españolas registran a los migrantes que logran cruzar la valla y les dan un documento con fotografía. Este papel, en el que no aparecería la edad real de Ibrahim, le fue requisado en la comisaría de Tetuán a la que llegó tras la expulsión. Puede haber constancia de su fecha exacta de nacimiento en el centro de menores marroquí al que fue destinado después y al que teme regresar y ser reconocido, porque se escapó.

La rapidez con la que se llevó a cabo el proceso y la falta de garantías denunciadas en su momento, explican, a juicio de las distintas voces consultadas, la cadena de errores que habría terminado en la expulsión de un menor. También se achaca a la falta de tiempo y de información que ninguno de los 116 migrantes pidiera asilo, lo que podría haber paralizado la expulsión mientras dure la resolución de su solicitud.

“Me cuesta creer que en este tiempo se haya podido respetar y aplicar el procedimiento de devolución establecido en la ley, con asistencia letrada e intérprete”, sostuvo entonces la catedrática de Derecho Penal de la Universidad Complutense de Madrid, Margarita Martínez Escamilla. Los doce abogados de oficio, en los que el Gobierno se escuda para defender el operativo, aseguraron que no sabían que sus defendidos iban a ser devueltos al país vecino escasas horas después, por lo que se limitaron a explicar el procedimiento habitual. Decidieron interponer un recurso de alzada contra las resoluciones de devolución.

Después de pasar la noche en una sala aparte del CETI, comenzaron las devoluciones. En grupos de entre 12 y 15 personas y esposados, les montaron en un autobús. “Subían a unos pocos al bus, los devolvían y volvían para devolver a más. Pero nosotros no sabíamos nada, no teníamos ni teléfono para comunicarnos con el resto de nuestros amigos”, recuerda Ibrahim. “Si nos hubieran dicho que nos iban a devolver podríamos haber dicho que queríamos abogados. No habíamos hecho nada. No nos dijeron nada, solo nos devolvieron”, continúa.

Una devolución que el Gobierno justificó por “violencia”

Una vez en Marruecos, el grupo de 116 personas tuvo conocimiento de que se había activado un “antiguo” acuerdo entre España y Marruecos para devolver a los “inmigrantes que entraran por la fuerza o lanzaran ácido contra los policías”, relata Ibrahim. El Gobierno se amparó entonces en la “violencia inaceptable” para justificar la aplicación del acuerdo y las devoluciones exprés. La Policía acusó a los migrantes de utilizar cizallas y objetos cortantes para romper la valla, cal viva, ácido de baterías, excrementos y orín. Ibrahim esconde una carcajada. “Eso es una locura”, indica. “¿Cómo vamos a tener ácido? (...) Si no tenemos ni ganamos nada para comer”, sostiene.

Sí llevaron, dice, unas tijeras grandes que habían podido comprar en Castillejos, la ciudad más cercana a la valla fronteriza, para intentar cortar la alambrada y evitar tener que saltar los más de seis metros de altura llenos de concertinas. Entre muchos lograron reunir el dinero suficiente y alguien se acercó al pueblo a comprarlas. Sin embargo, apenas apareció la guardia marroquí cuenta que tuvieron que echarse a correr y dejar las tijeras.

También reconoce que algunos de sus compañeros rellenaron botellas con orín para distraer a la Guardia Civil. Y si alguien tiró piedras, Ibrahim considera que tuvieron que ser pocas porque se necesitan las dos manos libres para trepar. De todas maneras, apostilla en relación a los agentes, ellos tienen gases lacrimógenos, cartuchos de fogueo y “pistolas con las que disparan pero con las que no vas a morir”. “Te dejan mal, pero no vas a morir”, repite Ibrahim. “Nunca hemos usado ácido, eso te lo puedo jurar”, sentencia.

Vuelta a Marruecos

Ya en territorio marroquí, los 116 expulsados corrieron suertes distintas. Una parte del grupo fue trasladada forzosamente a ciudades en el sur como Tiznit. Este tipo de prácticas por parte de las autoridades marroquíes son muy habituales, como confirmó en una entrevista con este medio el jefe de fronteras de Marruecos. De ahí, muchos se marcharon a ciudades como Rabat o Casablanca, explica Helena Maleno, de la ONG Caminando Fronteras, que ha intentado seguir la pista a las personas expulsadas. Un grupo de guineanos fueron deportados a sus países de origen, así como algunas personas de Camerún. La activista confirma que su organización ha podido contactar con al menos 16 personas deportadas a Guinea Conakry.

Por otra parte, una veintena de personas fueron juzgadas por un Tribunal de Primera Instancia de Tetuán, acusados por las autoridades marroquíes de inmigración irregular y violencia contra las fuerzas de seguridad. Entre ellos había un menor de edad, Ibrahim, según informó la Asociación Marroquí para la Integración de los Inmigrantes, que facilitó abogados defensores a varios migrantes en el juicio.

“En Marruecos [a Ibrahim] sí le identificaron como menor de edad”, remarca Maleno. La Policía marroquí le reconoció porque aparece en muchos de los vídeos difundidos del salto, y esta vez él sí dijo que era menor. “Cuando salí de España me dije que a partir de ese momento iba a decir la verdad. No iba a mentir nunca más”, confiesa con gesto serio. “Me llevaron a la prisión, donde pasé dos meses y tres semanas antes de salir”, recuerda Ibrahim. Durante ese tiempo, según explica, acudió hasta tres veces a declarar frente a un tribunal marroquí que resolvió trasladarle a un centro de menores en Temara, una ciudad costera al sur de Rabat. Apenas duró un día.

“Allí había niños pequeños que bebían y fumaban hachís”, relata Ibrahim, que describe un ambiente muy degradado. “Vi una puerta abierta y no lo pensé. Allí no había futuro y por eso continué mi camino. Si me quedara allí con todo el mundo fumando quizás un día me iban a convencer para fumar”, explica. Así que puso rumbo a Rabat. Ahora vive en un barrio en las afueras de la capital, una zona que él reconoce como peligrosa y en la que han intentado robarle varias veces. Ha pensado en volver a la frontera e intentar saltar de nuevo, pero la experiencia de la devolución y las malas noticias que le llegan de allí le mantienen en Rabat.

No se plantea volver a casa con su madre, una aldea en Guinea Conakry de la que salió en febrero de 2016. El camino fue largo. Atravesó el desierto de Mali y cruzó a Marruecos desde el norte de Argelia. Ha cruzado errante varias ciudades del país alauí y ahora piensa en quizá mudarse a Nador, donde le han contado que puede estar mejor. Porque en Rabat, confiesa, las cosas no le van muy bien. “No veo cómo voy a cumplir mis sueños o cómo voy a salir porque yo soy muy pobre”, dice sonriendo mientras cuenta que apenas tiene trabajo y que los días pasan vacíos, con poco que hacer. También ha perdido contacto con las personas con las que compartió meses en la frontera.

Termina de contar su historia y pide un poco más de tiempo antes de colgar. “Me gustaría preguntar una cosa”. Ibrahim habla ahora con susurros: “Si vuelvo a intentar entrar en España, ¿me van a devolver otra vez?”.

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