En los feminismos no todo vale. Y no se trata del discurso ese simplón y farfullero de oh, me vas a quitar el carnet de feminista, no. Se trata de entender y asimilar epistemológicamente el recorrido histórico-político de las luchas feministas y dejarnos este hábito que tenemos de, bajo el falso pretexto del buenismo de la pluralidad, aceptar lo inaceptable. Con la intolerancia, tolerancia cero, deduce el filósofo con interesante apellido, Karl Popper. La activista feminista negra Bell Hooks escribió: «Tomemos el caso del aborto (…), no se puede estar en contra del derecho a decidir y ser feminista. No se puede ser antiabortista y defensora del feminismo. Asimismo, no puede existir un feminismo del poder si la imagen del poder que se evoca es el que se obtiene mediante la explotación y opresión de otras personas.» Y sigue, hablando del feminismo del poder: «Su usurpación hegemónica de la retórica feminista sobre la igualdad ha ayudado a enmascarar su alianza con las clases dominantes dentro del patriarcado capitalista supremacista blanco», aquí añadiría yo ‘cisheterosexual’ porque es exactamente lo que está pasando con el TERFismo, nombre que propongo para dejar de llamar feminismo a lo que no es: el feminismo no puede ser excluyente, ni violento ni opresor respecto a otras identidades y cuerpos. Es una contradicción terminológica, un imposible. El feminismo trans-excluyente, TERFismo de ahora en adelante, es el cerdo que vuela, el perro verde, son los cinco pies del gato: no los busques que no están.
Las lógicas terfistas (ya saben, las mismas que las del autobús naranja de la ultraderecha que podían haber conducido perfectamente Amelia Valcárcel y Lidia Falcón) se extienden en el contexto de las luchas interseccionales salpicando la cuestión colonial, migratoria y racializada. Se crea así un TERFismo ario, opuesto en sus planteamientos políticos a la interseccionalidad de las corrientes transfeministas, que deja fuera del análisis a la clase (ahí está el SWERFismo, que también pretende expulsar a las trabajadoras sexuales de los movimientos feministas aludiendo tener la Verdad Absoluta sobre lo que es trabajo y lo que no, tergiversando lo que es explotación laboral fuera de la vulva e ignorando e invisibilizando formas de precarización femenina por las que no se les levanta ni una católica ceja) y a la raza, es decir, a otros grupos feministas no-blancos. Como razona la pensadora y activista feminista gitana Pastora Filigrana: «Cuando se exige a las gitanas feministas que primero acaben con las prácticas de opresión de género dentro de su comunidad y después hablen de patriarcado mundial y antigitanismo, se les está pidiendo un imposible, porque son dos caras de la misma moneda. (…) Mientras existan el racismo y el patriarcado a escala mundial, ninguna gitana será libre, por más igualitario que sea su contexto. Mientras que el 31% de la población penitenciaria femenina sea gitana, no podrá hablarse de igualdad de género, por más feministas que hayan conseguido ser las condiciones en casa de cada gitana.»
Hay muchas maneras de segregar cuerpos y generar apartheids y el TERFismo lo hace con los genitales. ¿No es el cuerpo un territorio, como defendía la feminista chicana y bollera Gloria Anzaldúa? No he encontrado discursos TERF entre las filas de ningún activismo feminista que tenga en su ideario y agenda activista la lucha contra las cárceles, la pobreza, el racismo estructural, etc.
Que un colectivo marginal consiga derechos (como está pasando con el intento por que se apruebe una ley trans) jamás puede suponer un retroceso para nadie excepto para aquellas personas que ostensiblemente detenten fuertes niveles de privilegio. Sólo la hidra del patriarcado, en cualquiera de sus múltiples brazos y cabezas, puede sentirse amenazada por el transfeminismo. Al igual que podemos leer en el análisis histórico del feminismo estadounidense que desarrolla Angela Davis que las sufragistas (ostensiblemente racistas) vieron en la consecución del voto femenino una manera de preservar la supremacía blanca, las TERFas ven en su oposición frontal a que las personas trans sean sujetos políticos feministas de pleno derecho una manera de preservar la supremacía de la vulva, y con ella todos los discursos victimizantes que son los que mantienen el negocio de sus subvenciones y el reparto de sus sillones de poder en las bioinstituciones. Es el discurso de la exclusión que viene patrocinado por el lobby de la vulva.
El hecho de que la comunidad negra consiguiera derechos civiles no supuso una pérdida de nada para la población blanca, aunque sin duda, que una persona negra tenga derechos estorba, por ejemplo, al blanco capitalista neoesclavista que la quiera explotar. Que las disidencias de género adquieran derechos y los grupos marginales no-heterocentrados tengan voz sólo puede estorbar a quien gana un sueldo y poder usando su cisheterosexualidad. Para el resto de personas, las conquistas de cualquier grupo minoritario revierten para bien en la comunidad en su totalidad (lo dijo Audre Lorde), en el mundo como un lugar más amable y más habitable a niveles político-planetarios.
Mucha gente sabe que hoy, 28 de junio, se sigue recordando que es necesario seguir articulando lucha y reivindicación para las maricas, las bolleras y las personas trans, intersexuales, asexuales y no binarias. Nótese que no digo homosexuales. Como decía antes, usar correctamente las palabras es importante. Los y las homosexuales dejaron los márgenes al conseguir asimilarse al heterocentro para pasar desapercibides, para no molestar, para no incomodar. Los y las homosexuales adoptaron como estrategia de supervivencia adaptarse al heterosexismo. Consecuentemente, hay homosexuales con poder, como Beatriz Gimeno. El Poder busca y selecciona minuciosamente en su casting al porcentaje de homosexuales a los que va a dar altavoz para cubrir su cuota LGTBI. Los y las homosexuales son el ejemplo perfecto de asimilación e integración que el discurso racista-colonial escupe a las personas que no se adaptan, que no se integran, o como dice brillantemente Cristina Morales, que no se desintegran. La desintegración como requisito sine qua non para el goce y disfrute de derechos. Los derechos pueden también constituirse peaje para salir del margen y pillar butaca en el centro, así, como argumenta la activista transfeminista boliviana María Galindo, se refuerza la figura del Estado como interlocutor central al tiempo que, paradójicamente, se apuntalan las estructuras capitalistas y patriarcales: los derechos del matrimonio homosexual, por ejemplo, fortalecen a la familia como institución. «Deberíamos detenernos a preguntarnos», nos reta controvertidamente María, «por lo que estos circuitos de derechos suponen políticamente.»
Mucha gente desconoce que hoy, 28 de junio, también se recuerda otra lucha, la de otra minoría que se resiste a desintegrarse por mucho que el Estado expañol se ha empeñado durante cinco siglos en su exterminio: el pueblo gitano. «Quien quiera beneficiarse del principio de igualdad ante la ley, deberá ser lo más igual posible al ideal de ciudadano que el poder instaura. En todo caso, las diferencias respecto a este deben ser comedidas y poco profundas si se quiere gozar del reconocimiento de derechos en igualdad de condiciones.», escribe brillantemente Pastora Filigrana en su libro imprescindible. El 28 de junio de 1749 bajo el reinado del payo Fernando VI se dictó prisión general para todes les gitanes en lo que se conoció como La Gran Redada. De redadas también sabían mucho las maricas, trans, bolleras y trabajadoras sexuales racializadas que sufrieron el brutal ataque de la policía en lo que hoy conocemos como la Revuelta de Stonewall. Sirvan todas esas identidades y violencias sufridas para recordar hoy más que nunca, pero todos los días y no sólo hoy, que la lucha feminista será inclusiva, transfeminista, anticapitalista, anticarcelaria y antipunitivista, antirracista y decolonial o no será. Concluye Pastora: «Descentremos la mirada, corramos el riesgo de mirar a los márgenes. Gitanicémonos.» Queericemos las luchas.
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