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Ese zumbido ensordecedor

Vista de una fachada de un edificio en Madrid.

Sabina Urraca

“He pensado algo y prefiero no contarlo”. A la pérfida luz azul del Facebook, esa frase sencilla me pareció de pronto una genialidad. Albricias. La emoción me levantó de la silla. Lancé un pequeño viva. Los pensamientos propios como tesoro, selva virgen que no deja siquiera entrever su interior. Es más bella así, inexplorada. Sobre todo cuando llevo días viviendo exactamente la situación contraria, sintiendo las redes como una jungla traqueteada llena de territorio talado para extraer aceite de palma y poblado evangelizado. En este marco boscoso, yo soy poco más que una turista amedrentada, obligada a ingresar en un safari interminable en el que grandes bestias la atacan con las opiniones más diversas. Sólo deseo tranquilidad, poder pensar con claridad, abanicarme con mi salacot en una choza fresca, pero este tipo de viaje es imposible en la gran jungla de la opinión. Se cuelan culebras por los rincones, un rinoceronte empuja la puerta de la choza con su cuerno.

En mi barrio, habitado sobre todo por ecuatorianos, dominicanos y tercera edad autóctona, han florecido en las ventanas las banderas españolas, con alguna bandera blanca desperdigada aquí y allá. La opinión entra en casa, se procesa, se regurgita a través de la ventana para salir al mundo, en un acto de exhibicionismo que me recuerda, por su nivel de absurdez, sea cual sea el trozo de tela que se enarbole, a esas camisetas infames que observo cada mañana en una tienda de impresión. La camiseta pequeña, tamaño bebé de meses, indica “soy un bebé muy guapo”, y la de tamaño adulto, “hago bebés muy guapos”. Demostraciones de vete a saber qué. ¿Necesita la gente indicar que el bebé que lo acompaña no es robado? El mismo sarpullido de sobreinformación obscena empieza a provocarme la opinión que se cuela por cada resquicio. 

Los usuarios de redes sociales (fíjense: solamente la expresión “usuario en redes sociales” ya suena a pringado, a inútil que pierde el tiempo) nos levantamos no ya con la firme intención de opinar, sino con la obligación de que nuestras ideas trasciendan. Ya no hay que cumplir con las obligaciones básicas para convivir en sociedad, dar el pésame en los entierros, felicitar los nacimientos o los cumpleaños. Ahora también hay que estar al tanto de la actualidad y saber exactamente qué se piensa de cada cosa. A veces sudo mucho y muy frío intentando saber qué opinión exacta me merece cada suceso. Me he descubierto a mí misma pensando con angustia: “Esta noche, como muy tarde, tengo que poner algo de lo de Catalunya en redes, que no se me olvide, me lo apunto”. Pareciera que, de forma inconsciente, a todos nos hubiese calado la idea de que opinar es una especie de obligación, casi un trabajo. El mundo no marcha como debe si nuestros pensamientos al respecto de cualquier cosa no están plasmados en esa Piedra Rosetta de la comprensión de la sociedad que es cualquier red social que se precie. Como si el muro virtual de cada uno fuese una gacetilla personal que cientos de personas están deseando leer. Todos profetas, todos influencers, casi visualizamos a un niño con gorra de cuadros calada que grita nuestra opinión al grito de “¡Extra, extra!”. He visto a españoles trabajar en sus muros, cincelando opinión, con el ahínco que jamás demostraron en ninguna otra tarea. Y me pregunto si no habrá en todo esto, más que afán por vivir integrados en el momento, que también, un ansia de agarrarse a la vida, de dejar huella como sea. Escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo, la casposa tríada de la huella social, son tareas costosas y traen unos quebraderos de cabeza que se evitan con la fácil huella de publicar 500 opiniones al mes en varias redes sociales. Publicarlas sobre fondo de colores, tirarnos virtualmente de los pelos por la disconformidad con la opinión de algunos de nuestros semejantes, magrearnos virtualmente por la coincidencia de opinión con otro de ellos: todo eso deja patente cierta pasión por la existencia, una lucecita roja que indica que seguimos vivos. Decía la periodista Noemí López Trujillo que la opinión es como el árbol que cae en mitad del bosque, que, si no es visto, no cuenta.

Pero las redes son sólo la muestra más patente, por aquello de la permanencia de la palabra escrita, de un fenómeno viral. Porque se opina en bares, se opina en el metro, se dice “putos catalanes” o “puto PP” o “puta policía”, como se diría “parece que no terminamos de enganchar el otoño, vaya calor” en una conversación tensa de ascensor. El otro día, un señor practicaba en el tren un soliloquio en el que sólo se entendía, de vez en cuando, un “habría que matarlos a todos”. Así, sin indicar a quién, ofreciendo el molde adaptable, el “rellena la línea de puntos”. La gente del vagón asentía con la cabeza. Cada uno, supongo, fantaseando con su matanza ideal en esta contienda política. La opinión rezuma por las esquinas, borbotea por cualquier resquicio, pero al menos sabemos que estamos vivos, y lo comprobamos una y otra vez en nosotros y en los demás, y después vuelta a nosotros. A la mierda los electrocardiogramas. La opinión son las nuevas constantes vitales del ciudadano. Unos latidos atronadores que, de tan constantes que son, suenan a zumbido, como el corazón de una musaraña, no dejando pensar con claridad. 

Recuerdo la historia de un amigo que entró una vez en una habitación en la que se celebraba una orgía. Siempre había deseado participar en algo así. Sin embargo, lo que vio fue una coreografía excesiva, demasiada carne en movimiento. “Me empaché con sólo mirarlo”, me juró, aún aturdido. Algo así me sucede con la opinión. Me abruma hasta el punto de que, cada vez que me veo al borde de opinar, me bebo un vaso de agua. Miro con vista cansada hacia la masa opinadora, voluptuosa y bella, siento un desmayito y me acuerdo de una vez en la que, viendo el atardecer desde Montjuic, vi a una chica poner la mano sobre el brazo de su novio, un chaval que no paraba de rajar, y decirle amorosamente: “¿Cariño, y si nos callamos un ratito?”. 

 

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