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Antonio
No sé por qué, pero no fue hasta esta misma mañana, cuando al despedirme le quise hacer una gracia nada original con su nombre, Domingo. “Tú celebras tu santo con más frecuencia que la mayor parte de los mortales”. Le dije. Entonces “Domingo”, con una sonrisa socarrona, quiso sacarme de mi prolongado y persistente error “Yo me llamo Santiago”, dijo. Lo siento, le dije. Llevaba llamándole Domingo durante casi dos años, y no me había dicho nada nunca. Por qué... No sé de dónde habré sacado yo ese nombre..
No te preocupes, me dijo, no es eso lo más importante. Y pasó a contarme está vez la historia de su nombre (todo nombre tiene una historia) Nadie le llamó nunca Santiago, excepto en el cuartel, y ahora en la residencia. En el pueblo siempre fue Antonio,Toñín de niño. Quizá también en la escuela lo habrían llamado Santiago pero eso, dice con magua, no lo sabrá nunca.
Le pregunté cómo debía llamarle entonces. Me contestó que como yo quisiera. A partir de este momento para mí serás Antonio, si te parece, le dije. Mejor, me dijo él, “así me sentiré como el pueblo. Nadie me llamó nunca Santiago, ni mi familia ni en el pueblo, hasta llegar aquí que, como en el ejército, he vuelto a ser Santiago... Claro que en el carnet pone ese nombre, pero eso fue por error del Juez de Paz”...
Lo inscribieron seis días después de nacido, y tuvo suerte porque, según él, era algo muy frecuente, y a otros niños ni siquiera se les inscribía.
Antonio no celebró nunca su cumpleaños, no se estilaba eso, dice. A veces se acuerda de que ha cumplido años cuando ya han pasado diez o quince días de la fecha, dice. Para él no tiene importancia. “Después sí, con mis hijas sí celebrábamos los cumpleaños. Se hacía algo, una cosa pequeña. Pero ahora, con los nietos, se hacen grandes fiestas cada cumpleaños, parece. Pero antes eso no era así”
Antonio nunca recibió un regalo de cumpleaños. No recuerda ni tan siquiera una felicitación, ni lo echó nunca de menos: “En aquella época todo era trabajar”, dice. Empezó desde muy niño y se jubiló en el mismo trabajo de siempre, el de agricultor. Un trabajo duro. Sembró la misma tierra que antes había arado y sembrado su padre. Dice Antonio que fue feliz trabajando en el campo, aunque la mayor parte de la ganancia se la llevara el intermediario. Lo bueno es que llegaron las becas y sus hijas pudieron estudiar.
Antonio cobra una pequeña pensión. No sabe cuánto será exactamente. Sabe que cuando entró en la residencia eran unos seiscientos euros y pico. “Me he enterado de que ha subido algo, pero la verdad es que ya no sé cuánto cobro. Desde que llegué aquí es que no sé nada”.
Sea de mañana o de tarde, Antonio está sentado siempre en el mismo lugar; en un costado del portón de entrada al macro edificio residencial. “Si las piernas me ayudaran me echaría a correr” me dijo un día.
Actualmente el mayor deseo de Antonio es poder volver a pasear por el pueblo que le vio nacer y donde siempre vivió, el lugar en el que conoce a la gente y donde le conocen y llaman por su verdadero nombre: Antonio. Desea sentirse en casa por lo menos por un rato. Al principio algunos amigos se alcanzaban hasta la residencia a visitarlo y eso le alegraba mucho y lo recuerda con mucha nostalgia. Pero también ellos se han hecho mayores, dice, y ya no conducen.
Antonio no tiene teléfono móvil, y no le dejan salir solo de la residencia. No recibe visitas.
Dice no estar pendiente de su cumpleaños, y que por eso es como si no los cumpliera. Tampoco supone mucho para él que estemos a punto de terminar este año para entrar en el siguiente. Ningún propósito, dice, todo sigue siempre igual y las cosas cambian por otras razones. Ahora el tiempo lo mide por los días que lleva ingresado, y son cuatro años.
Antonio sólo desea volver a pasear por su pueblo que, aunque se distancie a escasos quince kilómetros de su domicilio actual, ya está muy lejos para él.
Hay que ver, cuánto cambia la percepción de la distancia y del tiempo, dependiendo de la realidad de cada uno.
Estoy pensando pedir permiso en estos días a las responsables de la residencia para acercarlo en mi coche hasta el pueblo. No sé si me dejarán hacerlo, tampoco sé qué le parecerá a su familia, que la tiene. Voy a intentarlo.
Se lo debo por muchas razones, entre ellas, por no haberle llamado por su nombre hasta el día de hoy: Antonio
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