“Volem votar”. “La democracia es imbatible”. “El Gobierno legítimo de Cataluña es el escogido en las urnas”. Pero la democracia, ¿tiene o no tiene límites? Sí, pero no son la ley.
Esta es una de las principales disputas que nos deja el proceso desde hace 5 años. Por un lado, el respeto y reivindicación de la voluntad expresada en una urna aquí y ahora. De la otra, una democracia formal que sólo respeta la voluntad expresada bajo las reglas acordadas anteriormente.
Pero este debate no es del todo acertado en estos términos. Claro que cuando se consolidaron las democracias constitucionales se decidió limitar el poder absoluto de un Parlamento. Y no es un tema de división de poderes, estrictamente, sino de la concepción que se tiene de la soberanía expresada en las urnas. Muchos teóricos, y es necesario, ven los peligros de un Parlamento que considere su legitimidad ilimitada, y es por eso que a la práctica se decide limitar este poder a través de las reglas consensuadas por el pueblo soberano en un momento “creador” del Estado, con una constitución invulnerable (y reformable).
Es evidente que la redacción de una Constitución interpela al pueblo de forma directa en un momento de trascendencia, y esto le supone al pueblo una responsabilidad y debate que requiere respeto por parte de una mayoría circunstancial determinada. El Tribunal Constitucional, en este caso, diferencia entre el pueblo soberano expresado en un momento constituyente y el cuerpo electoral que se expresa como constituido.
Pero esta forma de entender la democracia y el pueblo hace tiempo que se encuentra en transición. Por un lado, por el fracaso de los democracias representativas y las necesidades y la voluntad de acercar el poder a la democracia directa. No existen teorías claras ni muy extendidas, y de momento se debaten las opciones, pero cada vez se relaciona más una democracia participativa con una democracia avanzada. Y por el otro, en el derecho internacional hace tiempo que se trabaja en la teorización de unas reglas o normas superiores que no lo son porque las incluyamos en un texto jurídico sino porque su contenido es unánimemente inviolable. La base de estas reglas superiores e imperativas (ius cogens) son los derechos fundamentales. Unos derechos, que desde su concepción, se entiende que no requieren reconocimiento para existir. Y no, entre estos valores supremos, exigibles a cualquier estado y persona, no se encuentra la legalidad. Si desde otros estados no se implican, no es por respeto a la legalidad, sino porque respetan la soberanía, otro principio básico.
Claro que la voluntad del pueblo expresada a través de las urnas debe tener límites. Programas electorales, Gobiernos y referéndums no pueden tener un poder ilimitado, porque una mayoría “actual” no puede decidir que los valores consensuados por todos durante generaciones no son válidos. Pero esto se tiene que matizar si esta nueva mayoría pretende ejercer y proteger derechos fundamentales y no vulnera ninguno.
Esta es la lógica que permite entender la desobediencia civil que ha sido exitosa a lo largo de los años. Y es lo que tendría que permitir entender que el proceso independentista es democrático a pesar de atentar contra la ley establecida. No es que los representantes y ciudadanos independentistas crean que cualquier cosa votada se convierte en democrática; sino que a través de los votos conquistan derechos.
Un proceso que persigue el ejercicio del derecho a la participación política, a la libertad de expresión y a la autodeterminación y que, por contra, ha visto vulnerados estos derechos con todas las actuaciones del estado español, no es ilegal, es pura y radicalmente democrático.