El Gran Trabajo de Alan Moore
Transcurre la segunda semana de adviento y, sin quitarse los anillos, él sigue trabajando sobre el borrador de la que será su nueva novela, que según ha ido contando va a tener más de un millón de palabras, un margen y un privilegio que sólo pueden arrogarse autores de éxito o conquistadores de caminos secundarios.
Un millón de palabras son mucho decir, 300.000 más de las que tiene la Biblia, pero Alan Moore, considerado con justicia uno de los grandes escritores del cómic contemporáneo si bien como literato no acaba de encontrar el crédito, está convencido de que toda escritura es sagrada y no está dispuesto a que ningún editor le chiste el apetito artístico.
El hombre y la tierra
A los 5 años, Alan Moore (Northampton, 1953) ya estaba cautivado por los libros, la mitología artúrica y los cuentos de hadas, siempre historias donde las restricciones humanas eran de algún modo vencidas. A los 17, fue expulsado de la escuela por trapichear con un LSD que él mismo testaba, entró empleado en un matadero del que sería despedido en dos semanas por fumar marihuana y pasó a ejercer tareas de mantenimiento y limpieza en un hotel, entre otras ocupaciones previas al dibujar y escribir historietas, actividad que a su decir emprendió sin miedo ni deseo, como una acción pura.
Pronto salta de la prensa underground a las publicaciones del legendario sello 2000 AD y se deja ver en las revistas del Doctor Who. A finales de los ochenta es requerido por DC Comics, donde abona, poda y trenza las raíces telúricas y esotéricas de un personaje tan estrambótico como La Cosa del Pantano. En un par de años entrega V de Vendetta, una distopía seriada y de entonado clásico con la que responde a la coalición Reagan-Thatcher que atufa todo Occidente. Luego, en plena Guerra Fría, engendra Watchmen, un tebeo de superhéroes que en su estructura multiplicante y sus juegos de equivalencias se sobreponía a su naturaleza para alzarse en mandala cabalístico.
De propiedades expansivas resultará también Promethea, tal vez su obra más exuberante, o el despliegue holístico y barroco con que mapeará el lugar y el tiempo de Jack el Destripador en From Hell, trabajo siniestro que alterna con la apoteosis erótica de Lost Girls, otra obra capital en cuanto a recuperación y elevación de un género popular, tal vez el más humilde, capaz y sintético de cuantos son y han sido: el pornográfico.
Moore hace una distinción, muy impopular hoy día, entre el arte y la industria del entretenimiento. La confusión general, que él califica de trágica, apunta hacia una utilización perversa del arte instrumentalizado como publicidad, eludiendo con ello la tarea del chamán de transformar conciencias para, en su lugar, aturdirlas y tranquilizarlas, aceitando así la fábrica de siervos con un pensamiento único y simultáneo.
A los cómics que ha escrito Moore se les puede achacar un rasgo de ingeniería vista, en todos hay ejercicio, una aplicación casi patológica del autor a su oficio y una clara intención de entregar a la realidad objetos de influjo. Más allá del entretenimiento, la opinión o la mera intervención cultural, los tebeos de Alan Moore se quieren conjuros.
Abracadabra
Cuando cumplió los 40, Moore decidió que en lugar de ceder a una crisis de madurez sería más interesante y divertido autoproclamarse mago. Esa misma década entregaba su primera novela, La voz del fuego (1996), un trazado de la historia de la humanidad, desde la Edad del Bronce hasta finales del siglo XX, a través de la mitología de Northampton, la superstición de los hombres y el fuego que camina con ellos. Todo animado por el aliento de la magia.
El ocultismo es una cosa que la prensa corriente no está autorizada a comentar, pero la magia natural podemos decir que es una suerte de mera ciencia antes de hora. Frente a la magia, que se define en su ensalmo, nada tiene que hacer ni la más madura de las ciencias, porque lo intangible siempre será superior a cualquier certeza. Moore, un hombre que es su propia sociedad secreta, entiende la magia como ciencia del lenguaje, una aproximación sensata y de conveniencia que no coartará el método racionalista que rige su obra y que en ocasiones pone en riesgo su poética.
La voz del fuego funcionaba como lectura intensa y de sacudidas tremendas que por momentos zozobraba en su propia audacia. Moore escribía el primer capítulo en lenguaje neandertal, a su decir para disuadir a las almas sencillas y proseguir autónomo en la búsqueda del Yo, en la preparación del Gran Trabajo que en términos ocultistas define la investigación continuada que nos ha de abrir las puertas del ser, del subconsciente, los sueños y el cuerpo. Una tarea que la literatura está más autorizada a llevar a cabo que la mera narrativa.
El eternalismo va a llegar
En el documental The Mindscape of Alan Moore (Dez Vylenz y Moritz Winkler, 2003-2006), el creador se refería a la información como la sustancia más relevante de nuestro mundo, más fundamental que la gravedad, el electromagnetismo o las fuerzas nucleares. En términos más aceptables para la magia: “En el principio, fue la palabra”. Para ilustrar su teoría de la duplicación periódica de la información tomaba como punto de medición el momento aleatorio en que se inventó el hacha de mano, pongamos entre el 50.000 AC o el 1 DC. En un periodo de 50.000 años la información se duplica; el segundo periodo pasa a ser de 1500 años, lindando con el Renacimiento, y para duplicarse otra vez va a necesitar un par de siglos.
Entre 1960 y 1970 la información humana vuelve a doblarse, y, siguiendo ese baremo, un último conteo determinará que en adelante lo hará aproximadamente cada dieciocho meses. Moore marcaba entonces un punto crucial alrededor de 2015, cuando la información se duplicaría cada milésima de segundo. Lo que significa que por cada milésima de segundo habremos acumulado más información de la que tuvimos en la historia previa del mundo. “En este punto creo que ya se cierran las apuestas. No puedo imaginar la clase de cultura que podría existir después de tal punto de ignición del conocimiento. Creo que nuestra cultura se desplazará hacia un estado totalmente distinto, más allá del punto de ebullición, de una cultura fluida a una cultura del vapor.”
En busca del tiempo perdido
Si es verdad que el futuro y el pasado existen, ¿dónde están?, se preguntaba San Agustín… Para Moore, el tiempo no funciona como creemos, el pasado y el futuro han estado siempre aquí y es nuestra conciencia lo que fluye en este único hipermomento de cuatro dimensiones.
El autor sostiene que, en nuestra miseria, las culturas primitivas o muy distantes en la historia nos parecen vencidas o cándidas, las miramos por encima del hombro creyendo haber entendido el cosmos cuando lo único que hemos entendido es nuestra percepción del mismo, que confundimos con la realidad. En términos de información, recuerda Moore, nos aislamos terriblemente, sumidos en una cultura que insiste en sus propios valores hasta cegarse en ellos, negando en esa operación ideas, conceptos y razones mucho más ricas que las que la ciencia empírica puede ofrecernos.
Jerusalem, la novela en la que trabaja desde 2008, se localiza en una parcela muy bien acotada de su Northampton natal, apenas un kilómetro cuadrado sobre el que teje, con hilo de fantasía, una psicogeografía de recuerdos familiares y acontecimientos históricos que nos habrán de dar el signo multidimensional de nuestra existencia. El libro incluirá capítulos de cepa New Wave a lo Michael Moorcock, alguno del todo incomprensible como el protagonizado por la hijísima Lucia Joyce, donde la prosa fluye como un río subterráneo a su significado, pasajes al estilo de John Dos Passos, otros formulados como piezas dramáticas de Samuel Beckett, un núcleo que remite a una Enid Blyton alucinada y salvaje y una ascendencia general que remite a pensamiento del pastor local James Hervey, a quien Moore considera el auténtico padre de todo el movimiento gótico.
En su más de un millón de palabras Jerusalem, acaso novela fractal y Gran Trabajo de un escritor arcaico, gurú pintón e icono exótico a nuestros tiempos en su apología de una “mística empírica”, se augura un trabajo enorme, colosal. Tal vez insostenible para el escéptico y desnutrido lector contemporáneo. Seguimos a la espera.