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Egipto en el quinto aniversario de la revolución: el retorno del viejo régimen

El presidente egipcio Abdel Fattah Al Sisi, que accedió al poder a través de un golpe de Estado en 2013

Leila Nachawati

Hace cinco años que la ciudadanía egipcia tomó las calles y logró, días después, la caída de Hosni Mubarak, presidente del país durante veintiocho años. Los manifestantes reclamaban, como en Túnez días antes y en Libia, Yemen, Siria, y el resto de la región poco después, libertad, justicia, dignidad, y el fin de la represión instalada en el país durante décadas. Entre quienes celebran hoy ese 25 de enero que sacudió el país y la región se encuentra buena parte de los partidarios del actual presidente, Abdelfatah Al-Sisi, que accedió al gobierno mediante un golpe de estado en 2013.

En estos cinco años, la deriva de los procesos iniciados entre finales de 2010 y principios de 2011 ha sido distinta, pero en todos los casos hay un factor común: la fuerza del statu quo, de las estructuras de poder arraigadas tras la descolonización de Oriente Medio y Norte de África, y la virulencia con que se resisten a dar paso a nuevas fuerzas.

Con la excepción de Túnez, que se enfrenta a un duro y frágil proceso de transición democrática, las viejas estructuras de poder en la región se mantienen, se recrudecen, cambian de rostro y de vestimenta y regresan sin que la ciudadanía vea cumplidas sus demandas de justicia social. Se legitiman en la necesidad de mantener el control frente a la amenaza del terrorismo de inspiración yihadista, el mismo que con sus políticas fomentan y refuerzan; se reivindican como los únicos capaces de mantener el control en la región. El ejemplo más claro de ese nuevo rostro del viejo régimen es el de Egipto, donde el general Sisi se afianza en el poder a la vez que se proclama el representante del cambio que la ciudadanía reclamaba.

“Han mejorado mucho las cosas desde que Sisi llegó al poder. Ya no hay tortura en las cárceles egipcias”, decía la integrante de la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento Shahanda Maqlid en el diario Masr al-Arabia. “Prueba de ello es que las autoridades animan a la gente a celebrar el 25 de enero, que es la fiesta de la Policía y de la Revolución”, añadía, extendiéndose en las bondades de “la segunda ola revolucionaria” capitaneada por el general Sisi. “La revolución fue secuestrada por los Hermanos Musulmanes, y el pueblo egipcio la recuperó con el apoyo del Ejército, que impidió una guerra civil”.

Es así –“Segunda Revolución”– como los partidarios de Sisi se refieren al golpe de estado que este dio el 30 de junio de 2013 y que supuso el derrocamiento de Morsi, líder de la organización de los Hermanos Musulmanes que había ganado las primeras elecciones democráticas de la historia del país. Una Segunda Revolución que se saldó con la suspensión de la Constitución y un ultimátum a los manifestantes contrarios al golpe: quien no se uniese a las filas de la patria, debía saber que el Ejército cambiaría su estrategia en el trato a manifestantes. Era un mensaje claro que pretendía disuadir a quien cuestionase al nuevo gobierno.

El ascenso de Sisi al poder vino acompañado de un aumento de la represión que superaba la de los tiempos de Mubarak. Se recrudeció la persecución contra personas vinculadas a los Hermanos Musulmanes, llegando a dictarse pena de muerte contra 529 personas en marzo de 2014, y la caza de brujas contra ciudadanos palestinos y sirios, a los que se vinculaba indiscriminadamente con la ideología de los Hermanos. Las autoridades juzgaron y encarcelaron a periodistas y defensores de derechos humanos que no se alineasen con las tesis oficiales, entre ellos a figuras destacadas de las protestas de 2011, como Alaa Abdel Fattah, acusados de “traidores a la patria”. Abdel Fattah, que estuvo en prisión en los tiempos de Mubarak, en el breve período de Morsi y ahora con Sisi en el poder, es uno de los símbolos de ese sistema represivo que, cambiando de rostro, se mantiene silenciando cualquier forma de disidencia.

El retorno del viejo régimen

Si durante las largas décadas de dictaduras en Oriente Medio y Norte de África, el '1984' de Orwell fue uno de los libros prohibidos y en los que la ciudadanía se veía más reflejada –en países como Siria se transportaba clandestinamente desde el extranjero–, en el Egipto de hoy es inevitable recordar 'Rebelión en la Granja', del mismo autor.

Como en la granja Manor, en la que los animales se liberan del yugo del amo (el hombre, representado por el granjero Jones), los egipcios se liberaron en 2011 de la dictadura de Mubarak parar lograr un sistema más justo, en igualdad de derechos para todos. Si en el relato de Orwell un grupo de animales –los cerdos– termina acaparando el poder y sometiendo a los demás como lo hacía el granjero, en Egipto el general y sus partidarios se imponen sobre el resto de la ciudadanía. Esta se ve obligada a venerar el golpe de estado como la “Segunda Revolución” y las autoridades se erigen en portadores de la simbología revolucionaria, del mismo modo que los cerdos de Orwell. Esa simbología se va vaciando de contenido, día tras día, en la realidad de los animales del cuento, y también en la de los egipcios, que ven como el grupo que ostenta el poder reescribe su historia, asimila sus héroes, sus eslóganes, su memoria, para luego borrarlos.

Para representantes políticos destacados como Murtada Mansour, Presidente de la Comisión Derechos Humanos del Parlamento, el ascenso de Sisi no sólo representa la segunda ola revolucionaria, sino que es la única verdadera. “No reconozco el 25 de enero de 2011 como revolución”, declaraba en su juramento como parlamentario, sumándose a otras declaraciones en las que aseguraba que aquella fecha trajo un caos al que Sisi, el verdadero revolucionario, puso fin, ofreciendo a la población egipcia la seguridad, la estabilidad y la paz que merece. Del mismo modo que el cerdo Napoleón en 'Rebelión en la Granja' prohibe finalmente celebrar el levantamiento contra Jones, honrar a sus héroes y cantar el himno de los animales unidos, en Egipto el nuevo régimen reniega, tras utilizarlas para ascender al poder, de la legitimidad de las protestas de 2011.

“La postura de Murtada Mansour está muy extendida”, añadía Shahanda Maqlid, aunque en declaraciones oficiales pocos lo afirmen tan abiertamente como Mansour, que llama a no celebrar este 25 de enero de 2011. “No hay nada que celebrar”, ha repetido, “en aquel caos que se extendió por el país y al que puso fin el general Sisi”.

En este punto seguramente estarán de acuerdo muchas de aquellas personas que tomaron la calles en Egipto y en el resto de la región, reclamando libertad, igualdad y justicia. No hay nada que celebrar.

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