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“Me ató, machacó chile picante y me lo puso en los ojos”

Nagalaksmi, mujer india de 34 años víctima de trata con fines de explotación sexual que se negó a prostituirse. / Rafa Gassó

Rafa Gassó

Andhra Pradesh (India) —

“Un día discutimos más de lo normal y me roció con queroseno”. La vida puede ser muy poco fácil si se nace en una de las regiones más deprimidas de la India: Andhra Pradesh, por ejemplo, un remoto secarral al sur del subcontinente donde el valor de una mujer lo determina, en el mejor de los casos, la familia del marido. Lo sabe bien Nagalaksmi, de 34 años, cuyo infierno comenzó cuando apenas sumaba 12 primaveras.

Acudimos a la región de Kadiri, a dos horas de carretera de la sede principal de la Fundación Vicente Ferrer que lleva su nombre en Anantapur. Allí, en la oficina donde se desarrolla uno de los muchos proyectos contra la violencia hacia la mujer, una de las principales lacras del país, nos espera Nagalaksmi, decidida a contarnos su historia en un relato que sólo puede (y quizá, debe) exponerse entrecomillado.

“Me casé muy joven, porque antes nos casábamos muy jóvenes, con un miembro de mi casta 35 años mayor que yo: él tenía 47. En nuestra cultura, cuando una mujer se casa, ha de irse a vivir a casa de la familia del marido. Y así hice yo, sólo que la familia de mi marido era muy grande y él empezó a no hacerme caso. Decía que yo hablaba muy fuerte y empezó a escuchar más lo que su familia decía de mí, que a mí misma”.

“Cuando eres una niña sueles obedecer sin rechistar. No era mi caso. Yo me defendía, cosa que nunca le gustó a su familia. Un día discutimos más de lo normal y me roció con queroseno. Lo identifiqué rápidamente por el olor y supe de inmediato que quería matarme, así que cuando vi que venía con una cerilla lo empujé y salí corriendo a la calle. Por fortuna, los vecinos me protegieron”, explica escondida entre sus ropajes“.

“Volví a casa de mis padres y fuimos a denunciarlo, pero la policía no nos hizo caso y finalmente tuve que quedarme en casa con mis padres, que eran muy mayores y no podían trabajar. Me ocupé en el campo y en función del día ganaba unas 60 rupias (0,70 euros). En Andhra Pradesh, la mafia [de trata con fines de explotación sexual] está muy establecida; vigila quién está viuda, quién sola, y capta chicas necesitadas...”.

Así es. Según la Oficina de Registro de Crímenes india, Andhra Pradesh es el segundo estado con más violencia contra las mujeres, sólo después de Bengala Occidental, una actividad delictiva que ha aumentado en más de un 71% en los últimos diez años. Naciones Unidas, además, y la Comisión de Derechos Humanos de India, sitúan el subcontinente como un importante centro de comercio sexual internacional, un fenómeno global que implicaría a más de 27 millones de personas.

El horror de la habitación 56

“Un día conocí a una mujer con la que hice amistad y me animó a dejar el campo e ir a la ciudad, donde había más trabajo y donde ganaría más dinero, cerca de diez mil rupias al mes. Ramanama, así se llamaba la mujer, me invitó a ir con ella a Hyderabad y yo convencí a mis padres. Cuando llegué a la estación de tren había dos hombres más con ella, pero hablaban en hindi, así que no entendía lo que decían porque aquí hablamos en telugu. Yo sabía que el trayecto hasta Hyderabad duraba una noche, pero estuvimos tres días en el tren. Les pregunté dónde íbamos y me dijeron que a Delhi. Allí nos recibió la madre de uno de ellos y nos llevó a GB Road”, continúa Nagalaksmi.

GB Road es el barrio rojo más grande de Nueva Delhi, conocido por los burdeles de prostitución infantil que se ubican en las azoteas de “inocuos” edificios cuyos bajos albergan todo tipo de comercios legales.

“Me dejaron en la habitación 56, donde me trajeron comida, para que descansase. Al día siguiente me dijeron que me lavase, me llevaron a un salón de belleza, y de vuelta a la habitación me dieron ropa nueva. Pero no era un sari, sino un vestido trasparente. Y me explicaron lo que tenía que hacer”.

Su trabajo no sería el de desempeñar tareas domésticas, como le habían prometido. Dependería de una Didi –“hermana mayor” en hindi, término común que se utiliza en el norte de India para dirigirse a las mujeres en edad adulta–, con 40 chicas a su cargo, narra Nagalaksmi despacio, con un hilo de voz apenas perceptible.

“Éramos todas niñas que habíamos sido captadas en los pueblos. Allí, sentadas alrededor de nuestra Didi, éramos expuestas para que cada cliente eligiese la que más le gustaba. Yo me negué. Les dije que podía hacer las tareas de la casa, cualquier cosa, pero no 'eso'. Entonces me enteré de que había sido vendida por Ramanama y los otros dos hombres, a mi Didi, por 70. 000 rupias”, detalla.

El incremento de secuestros y desapariciones de mujeres y niñas durante la última década en Andhra Pradesh se ha situado en un 161,26%, según la Oficina de Registro de Crímenes india.

Las consecuencias de decir “no”

“En la casa había un cocinero que me dijo que tenía orden de dejarme sin comer hasta que atendiera a los clientes, pero yo seguía negándome”, continúa exponiendo pausada. “Le dije a mi Didi que la iba a denunciar a la policía, pero ella me contestó que quién me iba a hacer caso si ni siquiera sabía hablar hindi. Un día, el cocinero, que también era el vigilante, me ató a una silla con ayuda de otros dos, machacó chile picante y me lo puso en los ojos. Se me hinchó la cara, me dolía mucho y pasé mucho miedo”.

En ese momento Nagalaksmi, que ha venido a la entrevista tapada hasta la cabeza y apenas tiene los ojos al descubierto, interrumpe su relato y rompe a llorar. Pasarán más de cinco minutos hasta que pueda recuperar el habla.

“Pasé tres años allí encerrada. No colaboraba y los clientes me trataban muy mal. Me quemaban con cigarrillos. Un buen día mi Didi le dijo al cocinero y vigilante que se ausentaría una noche y, sin saber por qué, el cocinero me ayudó a huir. Me pagó el auto-rickshaw [motocarro indio que hace las veces de taxi], me dio dinero y fue el propio chófer que me llevó a la estación quien me compró el billete de tren. Yo no sabía nada. Y nunca gané dinero, así que nunca pude enviar dinero a casa, por lo que, de regreso, mi familia me rechazó. La gente me rehuía, todos hablaban de mí a mis espaldas, era una apestada”.

Los cerca de 47 ºC que en esta época del año calcinan a fuego lento esta región del planeta mantienen la oficina de la Fundación Vicente Ferrer del distrito de Kadiri, donde se desarrolla la entrevista y uno de los muchos proyectos contra la violencia hacia la mujer que tiene repartidos por este estado sureño, en un ambiente de bochorno climático, pero también emocional, casi irrespirable.

“Al tiempo me enteré de que la Fundación había abierto un centro de acogida para mujeres. Al principio no quise venir, pensaba que mi vida era así, llena de problemas, y nadie podía solucionarlos. Iba a trabajar al campo para ganar algo de dinero, pero había pasado tres años a la sombra y el sol me molestaba muchísimo, por lo que al final decidí acudir. Aquí me concienciaron, me ayudaron mucho [psicológicamente] y me concedieron un microcrédito para que pudiese abrir mi propio negocio”.

Hoy Nagalaksmi tiene un colmado –pequeños quioscos casi ambulantes cuyo símil europeo sería el de un ultramarinos– y quiere pedir otro microcrédito para ampliar el negocio. También lidera un grupo de acogida que cuenta con 16 mujeres que pasaron por su misma situación. “Denuncié a Ramanama, que sigue en la cárcel, pero los otros dos hombres, poderosos, siguen en libertad. Al año de regresar me enteré de que el vigilante que me había salvado la vida y que era ya mayor había muerto, y al poco también murió mi Didi. Es su hermana la que sigue ocupando hoy en día su puesto”.

Cuando se le pregunta cómo imagina su futuro, no duda en responder: “Lo imagino como una vida digna”.

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[Este fotoperiodista está tentado de pedirle a la “migrada” –eufemismo con el que se protege la realidad de muchas menores que fueron víctimas de la trata con fines de explotación sexual– que se levante el velo para que le deje ver su sonrisa, pero no reúne el ánimo suficiente y prefiere centrarse en retratar la viveza de unos ojos desafiantes que aún siguen luchando por tirar adelante. Es la mirada de demasiadas mujeres en un rincón del mundo abandonado a su propia (mala) suerte].

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