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Las otras acampadas en Madrid que allanaron el camino a la de Palestina: 0,7%, Sintel y el 15M

Acampada de la Puerta del Sol en 2011

Luis de la Cruz

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Bajarse en la parada de metro de Ciudad Universitaria es a día de hoy contemplar un mar de tela tensa sobre las cabezas de los chicos y chicas del Bloque Interuniversitario por Palestina. La acampada de alumnos de las seis universidades públicas de Madrid, cuya extensión ha crecido notablemente desde que naciera el pasado 7 de mayo, llegó después de la experiencia valenciana y a rebufo de una ola de campamentos en solidaridad por Palestina que han ido brotando en centenares en campus universitarios de todo el planeta.

El antecedente más obvio de las actuales acampadas en España es el 15M. Hace trece años, la primera de las acampadas (en la Puerta del Sol) condicionó la elección de los espacios de las decenas que surgieron en el resto del estado: siempre en los lugares más céntricos, visibles y simbólicos de las ciudades. Inspiró, incluso, Occupy Wall Street, en la capital del mundo.

Pero montar un campamento forma parte del repertorio colectivo de protesta desde hace muchas décadas. Acampar es una forma de exposición consciente, de irrupción de un sujeto colectivo en el espacio público que crea un nuevo territorio para librar una batalla política. Un lugar que contiene todas las complejidades de la convivencia humana, aboca a desarrollar estructuras –para ocuparse de asuntos tan mundanos como los horarios o la manutención– y que es vocacionalmente temporal.

¿Habíamos acampado antes? Claro que sí. Los propios campus universitarios han sido un espacio proclive históricamente para las acampadas en el pasado. Lo fueron en Estados Unidos durante las movilizaciones contra la guerra de Vietnam; también en la Politécnica de Atenas en 1973 para enfrentar la dictadura de los Coroneles, entre otros ejemplos.

Sin salir de nuestro país –y de Madrid– nos topamos con antecedentes de acampadas reivindicativas, como la del 0,7 a finales de los 90 en la Castellana; la de los trabajadores de Sintel en el mismo lugar a principios de la siguiente década, o las de Barcelona para manifestar su repulsa a la guerra en Irak en 2003.

0,7 o la popularización de la cooperación al desarrollo

La primera de las acampadas de las que hablaremos se produjo en el Paseo de la Castellana en 1994 (frente a los ministerios de Economía e Industria). Fueron 64 días de dormir con solo la tela de las tiendas interponiéndose entre los militantes y el cielo de Madrid, y los mares de estructuras temporales se irradiaron desde allí hacia otras capitales de provincia y ciudades españolas.

La reivindicación primera era el cumplimiento del acuerdo de la ONU de que los países desarrollados aportasen el 0,7% de su PIB a programas de cooperación internacional, aunque el movimiento fue incorporando otras –pasará a hablarse de 0,7 y +– como la condonación de la deuda de los países pobres. Las huelgas de hambre, junto con las acampadas, fueron la punta de lanza del 0,7.

Aunque a partir de 1995 la fuerza del movimiento había decaído mucho y el famoso decimal no se llegó a alcanzar, pero el 0,7 deja tras de sí un haz de nuevas organizaciones dedicadas a la cooperación y una campaña de concienciación social inusitada. La plataforma, junto con la Coordinadora de ONG de Desarrollo de España, jugó un papel activo para influir en la Ley de Cooperación en 1998 y estuvo en la génesis del Referéndum por la abolición de la deuda externa, una campaña sonada llevada a cabo durante las elecciones generales de marzo de 2000.

El Campamento Esperanza de los trabajadores de Sintel

La otra gran acampada en el camino hacia la Puerta del Sol la protagonizaron los trabajadores de Sintel (Sistemas de Instalaciones de Telecomunicaciones, S.A) procedentes de distintas partes de España, que estuvieron acampados en el conocido como Campamento Esperanza (en el mismo punto, a la altura del 142 del Paseo de la Castellana) durante 183 días desde agosto de 2001. La empresa, antaño próspera pata de Telefónica en España y América, había dejado en la calle a sus 1800 empleados –con nóminas impagadas– tras su venta al líder anticastrista cubano de Miami Jorge Mas Canosa.

Entre los empleados de Sintel había mucho saber hacer manual e ingenieros. También consiguieron una buena estructura económica de resistencia gracias a la solidaridad de otras secciones sindicales, lo que permitió que la acampada se convirtiera en una pequeña ciudad, sin que esto borrara las incomodidades de vivir en plena Castellana. En el campamento, las calles y plazas tenían nombre; se instaló una piscina hinchable para aliviar el calor y hasta se interpretó teatro. A la acampada le acompañaron otras acciones, como el encierro durante veinte días en la catedral de la Almudena de mujeres e hijas de trabajadores. Estos, cada día, marchaban por la Castellana hasta el Ministerio de Trabajo.

“En la Castellana madrileña se alzan torres del dinero y del poder: bancos y ministerios. Enfrente han acampado los expoliados de Sintel. También ellos son torres: de dignidad, de hombría, de firmeza”, escribió José Luis Sampedro en su texto para una exposición sobre el Campamento Esperanza que se llevó a cabo en julio de 2001 en la sede de Comisiones Obreras. La experiencia quedó documentada en El efecto Iguazú (2002) de Pere Joan Ventura y en varios documentales más que retrataron la lucha de los trabajadores de la empresa de telefonía.

Con el Campamento Esperanza, los trabajadores consiguieron que su lucha alcanzara un gran eco en la opinión pública española, forzando al gobierno de José María Aznar a aprobar una proposición parlamentaria de Izquierda Unida que acabó con indemnizaciones, prejubilaciones y la recolocación de parte de la plantilla.

La tienda de campaña como herramienta internacional de lucha

En el cruce de las relaciones de género y los movimientos sociales encontramos una de las experiencias campistas de protesta más importantes de la historia: el Greenham Common Women's Peace Camp contra la base norteamericana con misiles nucleares en esta localidad inglesa. Empezaron acampando 250 mujeres en el perímetro de la base a principios de los ochenta (de las que más de una treintena fueron detenidas) y para abril de 1983 ya consiguieron congregar alrededor de la instalación militar hasta 70.000 personas, que unieron mediante una cadena humana tres bases del llamado valle nuclear: Greenham, Burghfield y Aldermaston. Simultáneamente, 200 mujeres del campamento, vestidas como osos de peluche, entraron en la base para organizar un picnic de protesta.

Uno de los elementos destacables de esta experiencia ecofeminista es que, como en otras campañas parecidas, su modus operandi pareció extenderse con la facilidad del sarampión, dando lugar a numerosas acampadas por todo el país y en el extranjero. Después de los tratados de desarme llevados a cabo tras la caída del bloque del Este, los misiles fueron saliendo de la base pero el campamento permaneció hasta 2000, cuando se adquirieron los terrenos para devolvérselos a la comunidad de Newbury.

El movimiento ecologista británico también libró otras batallas en forma de acampada en los años noventa. En 1992 las máquinas del Roads for Prosperity plan, “el mayor programa de construcción de carreteras desde los Romanos”, acometido por John Major, se encontró con decenas de acampadas que interrumpían su paso en distintas zonas naturales.

Claro, que el campamento puede llegar a crecer en estructuras y sofisticación tanto como la Zad en Notre Dame des Landes, junto a Nantes, y convertirse en asentamiento permanente, como sucedía con los campamentos romanos. Llamaron al área agrícola Zone À Defendre (Zona A Defender) después de que el gobierno francés lo declarara Zone d’Aménagement Différé (Zona de Desarrollo Diferido) para construir un gran aeropuerto en los años setenta. En 2003 la idea tomó de nuevo impulso y a finales de la década cientos de jóvenes llegaron a las tierras, las ocuparon y empezaron a construir cabañas, creando una gran comunidad asamblearia de inspiración anarquista. Tras intensos conflictos en 2012, que no consiguieron acabar con la comunidad, en 2018 se renunció a construir el nuevo aeropuerto de Nantes allí.

No debemos pensar que solo acampamos en lo que nos gusta llamar occidente. En 2019, por ejemplo, en los barrios musulmanes de Nueva Delhi un grupo de mujeres lo hizo en protesta de la enmienda de la Ley de Ciudadanía que pretendía excluir a los migrantes musulmanes de la regularización. También en la India, en 2020, los trabajadores agrícolas acamparon en los alrededores de la capital, en este caso a la espera de poder entrar en la ciudad con sus tractores.

Acampar es hacer provisionalmente permanente la movilización. Construir un sujeto acéfalo –o, si se quiere, de muchas cabezas– que reclame de urgencia de una causa. Un buen día, los campamentos se retiran dejando detrás restos –pintadas alusivas a la lucha, calvas en el césped, amistades o riñas–. Cambian los modelos de las tiendas, del tipi al iglú, pero las experiencias permanecen, como hemos visto, en la genealogía de la movilización colectiva.

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