La obra de Albert Camus, La peste (1947), es muy oportuna de leer en tiempo de epidemia y cuarentena. He visto cómo algunos recomiendan el Decamerón, de Boccaccio (1351-53), que nos remite a un grupo de alegres jóvenes florentinos que se refugian en el campo para eludir la peste negra, que vació Europa a mediados del siglo XIV en sucesivos zarpazos, y dedican su tiempo a narrarse historias de tema diverso, sin excluir el erótico, tratando de evadirse, así, de tan mortal amenaza.
Pero yo prefiero hablar de La peste, no ya por la extraordinaria similitud de su relato con la situación actual sino, sobre todo, por la utilidad moral que nos regala. Trata de la profesión médica en la crisis, sí, pero el autor se vuelca en describir, por una parte, la aparición sorpresiva de la plaga y el daño irreversible del descuido general, en una situación novedosa, descontrolada y de escaseces; y, por otra, el transcurrir, filosófico y moral, de un grupo humano a cuyo frente está el médico incansable, trasunto sin duda del propio autor. Un grupo en el que figuran, dando cuerpo a la fatídica trama, seres normales y corrientes sometidos a los envites de la peste, con sus estadísticas inclementes, creadoras de tanta esperanza como desazón. Seres humanos que cambian su actitud hacia los semejantes y hacia ellos mismos, cuando acaban descubriendo su capacidad de entrega sobre una inescrutable soledad personal. Ahí está el amante desesperado que, tocado por el ejemplo de sus amigos, acaba derivando su obsesión por la fuga en una eficaz entrega a la labor solidaria de atención a los enfermos; o el juez, hundido por la pérdida de un hijo, pero que sólo volviendo a los campamentos improvisados para contagiados entiende que su vida va a seguir teniendo sentido; y el suicida que, salvado por la magnanimidad de un vecino, se alía con él, también en torno al médico-protagonista, para aportar su tiempo y su compasión al esfuerzo común; incluso el cura, sometido a dura prueba, siente cómo su vínculo con los abnegados le hace trocar el tono apocalíptico de sus sermones, lanzando el castigo divino sobre sus pasmados feligreses, en una compungida reflexión que sólo su propia muerte evita que se transforme en herejía…
Diré, por lo demás, que de los párrafos que subrayé, alusivos al médico protagonista, en la primera lectura del ejemplar que he manejado (Navidad, 1985), uno sobre todo quiero reproducir: “Ya en aquella época había pensado en ese silencio que se cierne sobre los lechos donde mueren los hombres…”, y que esta vez, entre muchas más anotaciones, he enlazado con unas líneas más abajo: “Pero en ese momento, por lo menos, creía saber que para él ya no habría paz posible, como no hay armisticio para la madre amputada de su hijo, ni para el hombre que entierra a su amigo”. El médico cumplidor y tolerante, incapaz de exigir ni enjuiciar a sus semejantes, en uno de sus coloquios con los ayudantes ocasionales que su ejemplo ha conseguido reclutar, llegará a decir que se siente “más solidario con los vencidos que con los santos. No tengo afición al heroísmo ni a la santidad. Lo que me interesa es ser hombre”; y quizás por eso tampoco vacilará en declarar, en uno de los momentos en que la miseria y el dolor envolventes lo llegan a turbar que, para él, la epidemia es “una interminable derrota”.
Esta obra está considerada maestra y típico producto del existencialismo (corriente a la que Camus, sin embargo, nunca se quiso vincular), y por supuesto que acusa el trauma que la inteligentsia francesa hubo de encajar con motivo de la ocupación alemana; pero lo que al lector seguramente le llega de forma más directa y penetrante es el aroma de ternura que sus páginas desprenden: se trata de un relato a la medida del hombre, precisamente porque –como alguien dice en el relato– “la plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo que el hombre se dice que la plaga es irreal, un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa…”.
Albert Camus (1913-1960) escribió La peste, segunda de entre sus más conocidas obras (tras El extranjero, 1942) en plena transición ideológica personal, que le llevó desde el comunismo al anarquismo en busca de una reflexión satisfactoria sobre la condición humana… aunque en ambos casos según experiencias muy sinceras y elaboradas, además de originales. En el fondo, y acosado por la presión de las tendencias filosóficas imperantes en esos años, el existencialismo y el nihilismo (más el marxismo y el cristianismo de la Francia del momento) su opción ante la realidad quedó configurada en un particular humanismo esencialmente libertario, que le obligó a dirigir su mirada tanto hacia sí mismo como hacia el mundo. Ni creía en Dios ni se consideraba ateo, y su moralidad excluía toda relación necesaria con el hecho religioso. Su fe en lo humano se nutría, en primer lugar, de una muy cultivada base estética y, también, del rechazo sin sombra de toda injusticia y violencia (como demostró durante los terribles años de la guerra de independencia argelina).
La acción de La peste se desarrolla en ese Orán previo a la independencia, que es más español que francés, tras la impronta demográfica habida a lo largo de casi tres siglos de dominio español (1509-1792), con un breve intervalo turco en la primera mitad del siglo XVIII. Durante esos largos años, existió una constante relación migratoria con las costas españolas, que fue reactivada con el exilio de 1939. Para los murcianos de la costa, los exiliados republicanos de Orán (y Casablanca, claro) han sido siempre parte de nueras vidas y secretos durante el franquismo. Fue en torno a 1962, fecha de la independencia de Argelia, cuando nuestros pieds noir (en el argot español, los “retornados”) frecuentaban nuestra costa del Sureste, hogar seguramente de muchos de sus ancestros, buscando un lugar para reasentarse.
(Pasé por Orán a la aventura, cuando me llamaron del Frente Polisario con urgencia para visitar los campamentos saharauis en agosto de 1976, y como estaba en Águilas opté por volar desde Alicante a esta ciudad, para trasladarme luego en tren hasta Argel y unirme a la expedición general hacia Tinduf. Sin dinares ni francos, y siendo viernes, día de cierre casi total, busqué apoyo en la Casa de España y lo hallé, desde luego, obteniendo cambio, información y compañía entre los españoles con los que me encontré. Orán (Uahran, en árabe), con notables diferencias respecto de Argel, me pareció una ciudad muy española y mediterránea, quizás semejante a Málaga.)
Camus, que era nacido en Argelia y cuya madre era de origen balear, siempre amó a España y los ideales republicanos (y tuvo sonados amores, durante largos años, con la magnífica actriz de nuestro exilio, María Casares). No obstante, y aunque en los años en que se ambienta la obra la población española en Orán es claramente superior a la de origen francés, nuestro autor reserva en su obra los nombres españoles para los contrabandistas y organizadores de fugas… en una ciudad bloqueada que resolvía como podía los rigores de la cuarentena. Lo que nada dice en contra de quien proclamaba España como su segunda patria y cuya cultura demostró conocer a fondo, como revelan su ensayística o su obra teatral. Siempre destacó por su solidaridad con los republicanos en el exilio, así como por su repugnancia hacia el franquismo; y si no llegó a combatir en la Guerra de España fue por su delicada salud, ya que desde niño estuvo aquejado de tuberculosis. La peste, por cierto, resultó decisiva para que se le otorgara el Premio Nobel de Literatura en 1957.
1