El Supremo abandona la ficción
“¿Qué significa castigar y quién tiene poder para hacerlo? Alguien lo formula, pasa la consigna, la maquinaria te atrapa, te destroza: castigo”
A vuela pluma se pide un análisis de una sentencia de casi 500 folios. Aun así la aproximación primera a la resolución del Tribunal Supremo deja claro que el tribunal ha decidido cambiar de género y pasar de la ficción a la crónica, al menos en los hechos probados. La lectura atenta de los mismos se parece mucho más a la crónica que pudimos hacer aquellos días que a la fábula recopilada en la querella de Maza y continuada después por la Fiscalía del Tribunal Supremo, con el apoyo de la fiscal general, y del juez Llarena.
No era un misterio que esa rebelión que se remontaba a 2015 y de la que no se había dado cuenta ni el presidente del Gobierno era una construcción muy útil para conseguir varios objetivos que se consideraron prioritarios desde un punto de vista lejano al Derecho Penal y que no eran otros que mantener en prisión a los líderes catalanes, atraer la competencia a los órganos centrales y, por último, conseguir su inhabilitación aplicando el artículo que se refiere a los procesados “terroristas y rebeldes”. Con lo que el Tribunal Supremo da ahora por probado, casi todo ese andamiaje hubiera sido mucho más complejo de construir. Era pues un andamiaje más represivo que jurídico. Ya lo fuimos avanzando desde el principio en incontables columnas en este medio, baste El difícil camino de la razón, como ejemplo. Que no había un delito de rebelión era tan de sentido común que muchos juristas salieron en tromba contra el despropósito útil al Estado pero poco útil al Estado de Derecho.
Ahora el Supremo pone su foco en lo que todos comprobamos: los hechos producidos en el Parlament con la aprobación de las resoluciones que desobedecían al Tribunal Constitucional y los relativos a las concentraciones producidas durante los registros ordenados por el juez y el día del referéndum. A fin de cuentas, no estamos en el fallo ante un delito contra la Constitución sino contra el orden público. La “quiebra de los elementos objetivos del tipo de rebelión”, nos dice el Tribunal Supremo, “bastaría para excluir esa calificación”. Y eso es lo que catedráticos, penalistas, algunos magistrados y fiscales valientes y hasta periodistas a los que nos han tratado de todo defendíamos desde un principio. No se daban los elementos objetivos del tipo de rebelión.
Y es que para “abortar la conjura” bastó “que el TC acabara con los instrumentos jurídicos del Parlament” y bastó con una página del BOE en la que se publicaba el 155. Contra eso se estrella el golpe de Estado, los golpistas, la rebelión y toda la parafernalia sin contrapunto de presunción de inocencia que se ha prodigado en precampañas y campañas sin el menor prurito. No le cabe duda al Supremo, como no nos cabía a los demás, de que “intentaron tensar la cuerda sin romperla” y que todo lo que hicieron tenía como finalidad no conculcar el orden constitucional sino “persuadir al Gobierno Español”. Para que se produzca la rebelión “la violencia tiene que ser una violencia instrumental y funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios a las funciones que animan a los rebeldes”.
Así que de todo lo dicho, lo hiperactuado, lo agrandado, lo forzado, lo inventado, nada de nada.
Dedica también innumerables páginas el tribunal a la doble misión de no caer en incongruencia omisiva pero, ademas, a blindar la sentencia respecto a las reclamaciones ulteriores de vulneración de derechos fundamentales y de derechos humanos. Así, desde la página 80 a la 254 se desgranan todas las razones por las que el tribunal afirma que todo ha ido bien y que ningún derecho ha sido vulnerado durante el proceso. Volveremos sobre eso. También hay unos apartados destinados a salvarle la cara al juez Llarena, miembro de esa Sala, para argumentar por qué él se pudo ver volcado a ver en la instrucción paso por paso lo que veía la Fiscalía y que ha sido ahora barrido por el viento de la historia y de la Justicia. A ver, en esta historia hay posturas que han quedado muy al aire, muy cojas, muy del rey anda desnudo. No hace falta que yo les ponga los nombres ahora, esto es una crónica de urgencia, pero lo haremos.
Cuestión distinta es la argumentación para llevar a cabo la condena por sedición siguiendo la senda jurídica aportada por la Abogacía del Estado. Esa Abogacía que paró los pies a Edmundo Bal que iba, él a su bola, con la intención de apoyar la rebelión sin haber recibido instrucciones para ello de ningún gobierno, tampoco del de Mariano Rajoy. A los héroes les crecen los enanos.
Nos dice la Sala que estamos ante un delito que protege el orden público. Ya ven que hemos bajado muchísimos escalones y que, al final, se han concretado en penas elevadísimas, para lo que es la “protección penal del normal funcionamiento de las instituciones y servicios públicos, y del ejercicio de la autoridad”. Sucede que esta nueva interpretación de cómo la protección penal del orden público puede llevarte hasta 13 años a la cárcel puede tener implicaciones complicadas de futuro. Tal vez sucede que el delito de desobediencia de un cargo público al Tribunal Constitucional está ridículamente penado y que aquí no ha dejado de pesar el “escarmiento” debido para frenar una actitud que, desde luego, no puede producirse en democracia. La desobediencia civil es popular y no institucional y, desde luego, abrazarla no exime de las consecuencias.
No deja de estar clara la especial incidencia que tiene en el ánimo del tribunal el hecho de que la desobediencia se haya producido sobre órdenes procedentes del Poder Judicial o asimilados. Queda dicho que “el derecho de protesta no puede mutar en un exótico derecho al impedimento físico a que se cumpla un mandato judicial”. Tomen nota que de esto hablaremos en el futuro. Tomen nota los de los desahucios y tantos otros. “La autoridad del Poder Judicial quedó en suspenso”, afirman, y eso sí que no lo van a pasar por alto. “Los hechos del 20 de septiembre y el 1 de octubre estuvieron lejos de una pacífica y legítima manifestación de protesta” nos dicen, aunque no hay condenado ni un solo miembro de “los aglomerados y compactados” pero sí de personas que dicen los lideraban o que estaban muy lejos de allí.
A mí la sedición tampoco me convencía ni me convence. Sigo pensando que los catalanes se montaron una insurrección demasiado del siglo XXI, una cosa que no estaba contemplada, y que se utilizan los medios existentes para castigar lo que se considera no puede quedar sin castigo porque no se puede consentir.
Ahora les queda cerrar el círculo y Llarena ya ha activado una nueva euroorden en la que el magistrado, que instruyó el delito que no era, corre también demasiado. Considera en su texto que si Puigdemont y los otros huyeron con la imputación -lo que no es cierto puesto que salieron antes siquiera de que hubiera querella- ahora es obvio que intentarán irse de Bélgica por la publicación de la sentencia. Una sentencia por un delito, la sedición, que tal vez sea demasiado del siglo XIX como para que contemplen la entrega.
No está todo escrito y, desde luego, nada está solucionado.