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El sacrificio de aprobar un máster
Estrella, nombre ficticio, no quería entregar su trabajo fin de máster (TFM) en la segunda convocatoria, la de septiembre, porque creía que no estaba perfecto. Llevaba todo el curso perfilándolo y cuatro meses concentrada de manera exclusiva en su elaboración. Lo sé porque, como tutora de su TFM, recibí muchos emails con esquemas, borradores parciales y totales, dudas o correcciones. Cuando después de varias tutorías virtuales y presenciales la convencí para que presentara el trabajo, entregó cuatro copias, una para cada uno de los tres miembros del tribunal y una cuarta para la universidad.
Pudo hacerlo porque en su expediente aparecían todos los pagos realizados y aprobadas todas las asignaturas previas del máster con las actas académicas debidamente firmadas y cerradas. Sin ello es administrativamente imposible formar un tribunal. Tribunal que, por supuesto, hubo que convocar de manera oficial. Del mismo modo que, una vez celebrado, hubo que levantar acta y entregarla en los servicios administrativos de postgrado de la universidad.
Estrella obtuvo un nueve. Su trabajo era bueno, pero le había dedicado un esfuerzo tan grande en los meses previos que,en el proceso, fue perdiendo la confianza en sí misma. Es lo que tiene entregarse en cuerpo y alma a algo cuyo resultado es incierto.
Han pasado más de tres años desde que Estrella defendiera su trabajo fin de máster, pero en la universidad conservamos copia de su trabajo, así como el rastro de la matriculación, el pago, el acta de defensa del trabajo y toda la documentación correspondiente. La huella administrativa no puede perderse, entre otras cosas, porque es la base para las acreditaciones oficiales de los títulos, de las que depende que éstos puedan seguir impartiéndose en los centros universitarios.
Además de las evidencias preservadas por los servicios administrativos de la universidad, cada máster oficial tiene un sistema interno de garantía de calidad y un responsable que vela por guardar todos aquellos documentos que pueden ser requeridos por las agencias nacionales o autonómicas de evaluación.
A Estrella no sólo le faltaba confianza en sí misma, tampoco tenía recursos propios. Aunque estaba cercana a la treintena, vivía con sus padres, algo que tampoco la ayudaba a ganar la confianza que da contar con cierta autonomía. Como carecía de empleo, tenía que vivir en el domicilio familiar y eso la descalificaba a la hora de solicitar una beca. Tampoco podía pedir a sus padres el dinero extra que, de no haberse presentado en septiembre, hubiera necesitado para matricularse de los créditos del máster el curso siguiente y tener la posibilidad de defender su trabajo. Y eso que ese trabajo fin de máster pesaba 12 créditos sobre 60, y no 24 sobre 60 como en otros casos. Así que su pánico era doble.
Creo no equivocarme si digo que, en caso de haberse visto obligada a matricularse del TFM al curso siguiente, Estrella no habría obtenido el título de máster y ahora no estaría realizando su tesis doctoral en Gran Bretaña. Posiblemente estaría atrapada en algún empleo precario que le permitiría malvivir, sin dejarle tiempo libre para cambiar el rumbo de su vida. Exactamente igual que la mayoría de las y los jóvenes de España, salvando a aquéllos que forman parte de la élite y disponen de redes que favorecen su inserción en el mercado de trabajo, o aquéllos que tienen suerte con los negocios familiares, o se marchan al extranjero, o poseen capacidades muy por encima de la media.
Conozco muchas historias como la de Estrella. Muchas historias de superación y sacrificio. Cada año tutorizo una media de tres trabajos fin de máster y formo parte de, por lo menos, diez tribunales de TFM. Cada año soy testigo del esfuerzo de muchas y muchos estudiantes, algunos con discapacidades, otros que compatibilizan su empleo o el cuidado de sus criaturas o mayores con la elaboración de un máster, que se gastan sus ahorros o piden préstamos para poder cursarlos. Y eso que hablo desde la realidad andaluza, donde el coste medio de un master universitario de 60 créditos se sitúa en la parte más baja de la horquilla del precio de matrícula establecido por el Ministerio. Mientras que en la Comunidad de Madrid, donde está la universidad donde no encuentran el Trabajo fin de máster de la señora Cifuentes, el precio medio de un máster se encuentra en la parte alta de la horquilla.
Puede que todo lo que ha salido sobre los cambios de notas o la desaparición del trabajo de la señora Cifuentes sea un error administrativo. Si es así, pido disculpas de antemano por dudar de la veracidad de la o de las explicaciones de la Universidad Rey Juan Carlos y de las de la propia Cifuentes. Pero lo cierto es que esas explicaciones además de contradictorias en sus distintas versiones, me parecen poco consistentes. Y como docente universitaria que soy, siento indignación y vergüenza. Y, si me pongo en la piel de todos esos y esas estudiantes que han pasado por mis manos, me lleno directamente de rabia y vuelvo a pensar si no me equivoqué el día en que después de más de una década formándome y trabajando en universidades extranjeras, decidí volver a la universidad española, porque episodios como éste me repugnan.
Puede que la señora Cifuentes y la Universidad Rey Juan Carlos consigan salvar los muebles, pero sus relatos rezuman injusticia para con todos los profesionales que hacen religiosamente su trabajo –también en la URJC- y, sobre todo, para con todo el alumnado que tanto esfuerzo, tiempo, autoestima y dinero ponen para poder cursar y aprobar legítimamente un máster universitario.