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La lectura sin sustituto

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Cualquier manual reciente sobre el agua y sus problemas en el presente insistirá a poco que lo fatiguemos en una idea antigua, en una conclusión a la que ni siquiera la sed, como fuerza acuciante en muchos lugares del planeta, ha sabido ofrecer respuesta: el agua no tiene sustituto. En la monografía Las guerras del agua (Icaria, 2004) la ensayista Vandana Shiva recuerda las palabras pronunciadas en 1995 por el entonces vicepresidente del Banco Mundial Ismael Serageldin «Si las guerras de este siglo fueron por el petróleo, las del siglo XXI serán por el agua». Nadie desea siquiera imaginar el desarrollo o las consecuencias de un conflicto presidido por la sed, pero obligados a registrar algunas de sus posibles causas, seguramente no se hallaría entre las menos determinantes el hecho de que, en las últimas décadas, las ideologías de mercado han ubicado al agua dentro de la categoría de los bienes de consumo (y eso ha traído como consecuencia el alejamiento de las formas tradicionales de uso, el derroche y la carestía). La lógica mercantil establece la presunción de que cualquier producto es susceptible de sustitución: la naturaleza, y si no la tecnología, se encargarán de ofrecer a los consumidores el remedo adecuado —el que abarata y mejora al original— cuando éste ha menguado su presencia en el mundo. Sin embargo, como se ha dicho ya, cuando el agua se agota, no hay nada que pueda sustituirla. 

No son muchas, es cierto, las materias o las acciones que carecen de sustituto, que no poseen relevo y que resultan, además, imprescindibles. Por esa misma razón, trabajar en profundidad para la detección de tales cuestiones y plantear a los sistemas de convivencia social los más eficaces modos de protegerlas debería ser objeto de investigaciones multidisciplinares debidamente organizadas. Es casi seguro que nos va la vida en ello. 

Viene toda esta reflexión a propósito una actividad humana que tampoco posee sustituto y cuya definición —primero— y puesta en práctica —después— se ha convertido igualmente en imprescindible. Como sucede con el agua, la lectura tampoco tiene sustituto. Sólo se puede leer, valga la redundancia, leyendo: cuando tomamos un libro, cuando escuchamos una composición, cuando miramos un cuadro, cuando vemos una película, cuando nos concentramos en esa contemplación que llamamos lectura, lo que hacemos es dejar que la obra obre en nosotros, que la acción nos lleve fuera del tiempo, esto es, dentro del tiempo. Esa actividad —y sus resultados— carecen de sustituto. No hay otra manera. Ninguna otra actividad ofrece al ser humano el caudal de oportunidades que la lectura abre: la memoria, la creación, la fabulación, la aptitud para relacionar, la indagación sobre la verdad de los hechos, la posibilidad sobre las estructuras de lo imaginario, la información… No leer lleva a la especie a suspender sus capacidades cognitivas: supone renunciar al don, único en el planeta, que caracteriza a los humanos: la capacidad de comprender. Renunciar al ejercicio de la lectura compromete —como podemos comprobar estos días— la mismísima pervivencia en la Tierra. Un ciudadano consciente no puede decir: no tengo tiempo para leer. Dos horas de buena lectura al día bastarían para cambiar muchas cosas.

No se trata solamente de lo que cada libro es capaz de darnos a través de sus contenidos justos: además de ese conocimiento unitario, la lectura aporta otros inmotivados, otros indispensables para la comprensión del mundo. La lectura aporta una capacidad de interiorización, de adentramiento en la hondura, de convivencia con la ensoñación, de transformación de la información en conocimiento, de enfrentamiento con la dificultad que ninguna otra acción es capaz de sumar a nuestra realidad de ser humanos. Leer permite el contacto profundo con el ahora, con el ápice del presente para obtener de él un valor que supera con mucho la suma de las partes: que se establece, precisamente, en el valor continuo de las partes. Así mismo, leer nos pone en comunicación directa con el pasado y abre para nosotros las puertas de lo futuro. Es una acción integral. Completa. Emocionante. Concisa. Desatada. Se trata de una acción en la que tanto el sujeto como el objeto se permiten confirmar un diálogo susceptible de remontarse hasta recoger sobre sí mismo algo del rocío de la conciencia.

El sujeto debe prepararse para la lectura con más lecturas, para cumplir con un camino que le enseña a leer cada vez mejor. La lectura es, entonces, una práctica que puede entrenarse, que mejora cuanto más se práctica: no se lee cuando se descifran las letras y se les concede significado, se lee cuando se completa el milagro según el cual lo leído se une a todo lo leído, lo experimentado se une a toda nuestra experiencia del mundo, lo observado se une a toda la observación de lo real de la que somos capaces. Entonces, la lectura se constituye —en esa reunión aventurada y venturosa— como un sistema de profundización y de intensificación de la realidad. Por su parte, el sujeto de la lectura —no necesariamente un libro (se pueden leer cuadros, pinturas, fotografías, películas, obras de teatro, tratados de filosofía, ensayos y casi cualquier signo complejo que responda únicamente ante su propia ley) y no cualquier libro: (hay libros que no se leen, se redundan)— no es un mero soporte de ocio (así definía libro, no hace tanto, una ley educativa) sino un vehículo para alcanzar, en un solo movimiento, la percepción de lo real  entre las posibilidades de lo imaginario. Nada da tanto a cambio de tanto esfuerzo. Leer es difícil. Leer bien es muy difícil. Por eso carece de sustituto. 

Creo que España —y no sólo los jóvenes en las escuelas como se dice, no sólo la clase política como se repite (también los profesores, los maestros, los médicos, los venteros, los policías, los deportistas, los pastores…)—, España entera, necesita un plan lector. Necesitamos que la vida nacional vuelva a entrar en un tiempo distinto, más lento y pausado, un tiempo de lectura, en el que cincuenta buenas páginas son una buena mañana junto a una ventana al sol. Un tiempo de palabras escritas, y no dichas al buen tuntún en las pantallas, en las ondas, en las terrazas. Necesitamos una vida nacional que no compre infamias, estupideces, estulticias y mentiras porque a cambio, a través del ejercicio de leer, sea capaz de ofrecerse a sí misma una vivencia consciente de sí misma. Necesitamos un plan lector, volver a leer, a leer bien, no para entretenernos, sino para desafiarnos: para jugar con nosotros mismos al gran juego. 

Lamentablemente, la ciudadanía —el ejercicio de la ciudadanía— no se sostiene en el tiempo con inercias viejas, sino con certidumbres nuevas: con certidumbres tan fuertes que puedan allanar el camino de nuevas incertidumbres. Porque la lectura no nos hace, como se suele decir en el mundo de las habladurías, mejores personas: sólo nos hace personas más profundas y más conscientes. Sólo más capaces de comprender. Más buenos o más malos. Más capaces para todo aquello que nos propongamos. Acaso una persona que lee podrá comprar igual que una que no lo hace las patrañas del populismo, los bulos allí donde se produzcan, las conspiraciones bárbaras. Acaso una persona que lee transformará, como una que no lo hace, las injusticias en relato, la violencia en necesidad, la desigualdad en sistema. Quizá eso pueda ser posible, por difícil que parezca. En ese caso, al menos sabremos que estamos ante una persona mala y no necesariamente, como tantas veces sucede, ante otro tonto al que han engañado. Esto ya sería una importante ganancia para la salud de la convivencia y la propia salud del tonto.

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