Juan Manuel, el palmero que construyó más de 300 estanques 'antilava' sin saberlo
En la televisión de una casa de Los Llanos de Aridane se reproduce la imagen de una de las coladas del volcán de La Palma que ha arrasado miles de casas y sueños. De entre el enorme río de rocas a mil grados emergen pequeños estanques redondos de agua, muy característicos de la isla, sobre todo en esta zona del Valle de Aridane. Estos depósitos están sobreviviendo a la lava, que rodea la infraestructura y no la derriba, como hace con cualquier otro inmueble que se encuentra a su paso. Juan Manuel, palmero de 78 años, construyó muchos de ellos, más de 300, dice, y recuerda perfectamente dónde se hallan. Cuando enfoca su mirada frente a la pantalla, no da crédito. “Lo he visto, sí. Mira que eso aguanta. Yo sabía que soportaban bastante, pero no tanto”, comenta algo sorprendido.
No importa por qué calle se mire, en la zona oeste de La Palma siempre hay uno o dos tanques circulares de agua. Comenzaron a proliferar a mediados del siglo pasado, cuando la isla nucleó su economía en el cultivo del plátano y necesitaba aprovechar las cuantiosas lluvias que caían sobre la cumbre. Para producir un kilo de plátanos se requiere varios cientos de litros de agua. Y cada familia tenía su propia finca y, por ende, sus propias necesidades. El resultado es el que muestra el paisaje: muchas casas desperdigadas, muchos invernaderos y muchos estanques de particulares.
Estos últimos son fáciles de distinguir. Miden 4,25 metros de alto y el diámetro suele ser de unos 20-30 m. El agua es sostenida por una pared de hormigón armado no superior a los 15 centímetros de ancho. Dentro de ella, hay finas líneas de hierro muy resistentes que toleran la presión del líquido interior, que se ejerce en todas las direcciones, siempre perpendicular a un mismo punto. Debido a su forma circular, el exterior de la estructura actúa como una bóveda girada 90 grados. Todo el material que la toca, en este caso un fluido como la lava, va hacia los lados recubriendo el depósito.
“Eso es lo que puede pasar. Hay que pensar en el efecto de un arco, simple y llanamente. La colada viene fluida y cuando choca se derrama hacia los lados, por lo que se ve que la fuerza no es suficiente. Y si encima tiene un hormigón más o menos fuerte…”, señala Claudio Simón, arquitecto técnico residente en La Palma, a quien también le sorprende que el calor de la lava no provoque ningún daño. “Están calculados, a diferencia de un edificio, para soportar tensiones laterales. Además, dada forma circular, lo hacen mejor. En los edificios, la lava entra porque tira los tabiques de las fachadas y ya dentro genera otras tensiones. En cambio, los depósitos tienen más resistencia en el exterior que en el interior por su forma de arco”, agrega José Tomás, ingeniero civil. Ya hay expertos en la isla que han visto en estos tanques de agua un camino para la reconstrucción.
El patriarca de los constructores de estanques redondos de agua
A Juan Manuel le enseñó “un viejo”, un tal “El Sordo”, su maestro en el distinguido arte de los estanques redondos cuando tenía menos de 15 años. Él lo conocía, había visto esos embalses suyos, grandiosos, nada que ver con los tanques rectangulares que funcionaban gracias a los muros de gravedad cargados de piedras. “Él tenía más de 80 años”, recuerda mientras se toma un café, “y siempre me dejaba a mí quieto. Me decía: esto se pone así, tantas vergas aquí, tantas aquí, tantas aquí, hasta que cuentes 42. Y después, las verticales. El primer molde [de un depósito cilíndrico] me ayudó a armarlo él. Después no más”.
En sus primeros años, Juan Manuel se levantaba a las 06:00 de la madrugada para trabajar. Estudiaba por la noche. Iba caminando desde la montaña de Tenisca, en el municipio de Los Llanos, hasta Todoque, hoy un pueblo que ya no existe. Como no es poco el recorrido, en torno a unos 11 kilómetros, paraba en las viviendas de cualquier vecino, que siempre le ofrecían un vaso de leche con gofio. “Ya iba desayunado. Era muy rara la casa que no tuviera una vaca”, aclara.
Con el tiempo, se hizo un experto. Salió del nido de “El Sordo” y formó su cuadrilla de seis trabajadores, “muy fuertes, para que aguantaran” las inclemencias de un trabajo arriesgado; al final, según cuenta, se dedicaban a caminar por encima de las paredes de los estanques, esos estrechos paredones de poco más de 10 centímetros, como si fueran equilibristas. Más de uno se cayó. Entre ellos él. “Me di un castañazo que me tuvieron en el hospital 15 días. Yo no quería estar allí, quería trabajar. Después me sanó un hierbatero de esos, lo que había aquí. Cuando salí, me vi con un estelero [canarismo que describe a un curandero que se dedica a arreglar dislocamientos de huesos y articulaciones], me empezó a contar los nuditos estos que tenemos en la espalda”, Juan Manuel hace un esfuerzo por señalarse alguna de sus vértebras, “y me dijo: no tienes ningún problema. Están todos en su sitio. ¡A trabajar!”.
Y bastante que lo hizo. Este palmero empezó a hacerse un nombre en el vecindario por sus estanques redondos; le tocaban la puerta, le llamaban, le pedían que acelerara la obra. Menciona que una vez, entre tanto ajetreo, llegó a tener una lista de hasta 20 solicitudes. Incluso el Gobierno le encargó operaciones. Su sello está en Tenerife Sur, Puntallana (municipio al noreste de La Palma), Fuencaliente… Él jura y perjura que La Palma es pionera en ese tipo de depósitos. “Sí, se hicieron aquí primero y después en Las Palmas [así se refiere la mayoría del pueblo palmero a la isla de Gran Canaria]. Pero empezaron aquí. Con ”El Sordo“. O antes que él”, añade.
Cada mes levantaba uno nuevo. Le cuesta dar una cifra exacta, pero asegura que se hacía cerca de 100.000 pesetas por cada tanque de agua esférico, un muy buen dinero para esa época. “Todo esto lo hice yo con lo que saqué de los estanques”, y Juan Manuel apunta a su casa. Y también al volcán, donde estaban tres fincas suyas con sendas viviendas de alquiler vacacional. “Todo el terreno, media fanega de plátanos, viñas, todo eso me lo llevó el amigo. Antes tenía esas viviendas alquiladas. Los extranjeros venían y me las alquilaban. Y me sacaba un dinero, ¡cómo que no! Ahora ya no tengo nada”, lamenta.
En una de sus bodegas, en el Callejón de la Gata, guardaba todas las herramientas con las que construyó su imperio en el Valle de Aridane. Pero la perdió también, porque estaba enfrente de donde salió “ese diablo”. “Si no se hubiera quemado, te habría enseñado todo lo que había dentro. Ruedas de hierro, de madera, carretillas de madera… Lo que había antes. Eso lo tenía yo”.
Juan Manuel habla con las ganas de querer volver al ruedo. El problema es que no puede. Cojea un poco, porque perdió tres dedos del pie derecho mientras trabajaba. “Perdí el primero, el meñique, y después me cortaron los otros dos. No fui a curarme. Me dejaron los dos dedos más grandes para que me aguantara la pantufla”, explica entre risas. Mientras tanto, desde la distancia, le tocará ver por la tele cómo resisten los estanques ‘antilava’ que cimentó sin darse cuenta. “Eso, que lleva unos hierritos de 10 milímetros… Es una cosa maravillosa”.
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