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Blog dedicado a la crítica cinematográfica de películas de hoy y de siempre, de circuitos independientes o comerciales. También elaboramos críticas contrapuestas, homenajes y disecciones de obras emblemáticas del séptimo arte. Bienvenidos al planeta Cinetario.

 ‘La noche del cazador’, de Charles Laughton: en lo más profundo del miedo

'La noche del cazador'

Alicia Avilés Pozo / Dolores Sarto

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El meollo

Un predicador recorre en su coche varios pueblos sureños de Estados Unidos. Tiene una curiosa conversación con dios, mediante la cual descubrimos desde el minuto uno que los caminos del Señor que ha elegido esta sombría figura desembocan en el asesinato de viudas inocentes. Se trata del inmenso y aterrador Harry Powell (Robert Mitchum) uno de los personajes más siniestros de la historia del cine de terror, quien acaba coincidiendo en la cárcel con Ben Harper, un hombre a punto de ser ahorcado que, hablando en sueños, da a conocer a Powell que su último botín está escondido en alguna parte. La decisión del predicador al salir de la penitenciaría es acercarse entonces a la familia del ajusticiado, casarse con la viuda y hacerse cargo de sus dos hijos, los verdaderos portadores del secreto.

Así comienza ‘La noche del cazador’, uno de los cuentos de terror más escalofriantes de la historia del cine, todo un prodigio de simbología de terrores infantiles, dirección fotográfica y ritmo narrativo que ha necesitado de muchos años para ocupar el lugar que merece entre los clásicos del séptimo arte. Plagada de mensajes y con un guion inspirado en un texto original de David Grubb, el guionista James Agee convirtió la historia en una alegoría de la maldad absoluta y psicopática, enfrentando ambos elementos a la inocencia y al heroísmo infantil, con claras influencias del expresionismo alemán. Un cuento de niños que no es para niños, y que hoy pervive por todas las innovaciones mágicas que la original cámara de Laughton aportó en una década devorada por el cine negro.

Detrás de las cámaras

Se trata de una de las carreras más desconcertantes de la historia del cine. ‘La noche del cazador’ fue la única película que dirigió el actor británico Charles Laughton. Ante todo fue intérprete apasionado del teatro, profesión por la que se decantó tras combatir en la Primera Guerra Mundial, de la que regresó con una lesión en la tráquea que siempre lo distinguiría por la nasalidad de su voz. Esta circunstancia, unida a su peculiar físico de hombre orondo e imponente consiguió romper los clichés del “bello” Hollywood y hacerse un hueco como actor. Pero solo en parte. La mayoría de sus roles y personajes tenían mucho que ver con la parte desagradable y torcida de los guiones, como sucedió en ‘Piccadilly’ (1928). Por eso siempre prefirió el teatro, donde compartió grandiosas giras con su mujer Elsa Lanchester. A ambos les reportó cierto reconocimiento y consiguieron papeles de renombre en el séptimo arte. En el caso de Laughton, por ejemplo, en ‘El caserón de las sombras’ (1932) y ese mismo año en ‘El signo de la cruz’, interpretando a Nerón en la histórica película de Cecil B. De Mille. Dio con un filón, y comenzaría a interpretar a reyes y emperadores, desagradables, sí, pero muy atrayentes para el espectador, como fue el caso de ‘La vida privada de Enrique VIII’ (1933), por la que obtuvo un Oscar.

Llegó a ser muy conocido pero desde mediados de los años cincuenta comenzó a concentrarse de nuevo en el mundo teatral, donde “el actor era más libre”. Antes de ello, decidió dar el salto en la dirección de la que sería su única película. La noche del cazador fue un proyecto difícilante el que no se amilanó y sobre el que vertió una técnica de claroscuros realmente fascinantes. Su fracaso en taquilla, no obstante, fue suficiente para que no volviera a coger una cámara. Compaginó el teatro con algunas apariciones en la gran pantalla como en ‘Testigo de cargo’ (1957) de Billy Wilder o ‘Espartaco’ (1960), de Stanley Kubrick. Laughton murió de cáncer en 1962 sin poder interpretar a Moustache en ‘Irma la dulce’, de nuevo con Billy Wilder, un papel que el cineasta siempre había querido para este actor de método, trabajador incansable hasta el final de sus días.

Robert Mitchum

Tenía un rostro de roca y unos ojos que se le quedaban medio dormidos. Un atractivo aspecto de hombre duro que no le impidió encarnar a los tipos humanos más variados, preferiblemente cínicos de solemnidad. Mitchum transitó por toda clase de almas, de héroes, de tipos cotidianos y de pobres diablos. Fue un detective que busca la redención de una nueva vida en una gasolinera y con una buena chica (‘Retorno al pasado’, de Jacques Tourneur); fue un padre mujeriego y terrateniente desalmado (‘Con él llegó el escándalo’, de Vincente Minelli), un soldado atrapado en una isla junto a una bella monja y con un puñado de nipones merodeando por los alrededores (‘Solo dios lo sabe’, de John Huston). También un soberbio sheriff borracho que se mantiene en pie gracias a una estoica dignidad y a la extraña química que mantiene con un pistolero guasón (‘El Dorado’, de Howard Hawks).

Su talento innato sorprendió en 1953 en el noir ‘Cara de ángel’, donde dio réplica a una ‘femme fatale’ con la mente compleja y el rostro aniñado de Jean Simmons. Disfrutó de las mieles de éxitos de taquilla con compañeras de reparto legendarias, como Marilyn Monroe, en ‘Río sin retorno’ (Otto Preminger, 1954) y supo desenvolverse con desparpajo en comedias como ‘Una página en blanco’ (Stanley Donen, 1960), sin dejarse intimidar por ‘monstruos cinematográficos’ que dominaban el medio como Cary Grant. Son muchos los títulos inolvidables donde resulta memorable reencontrarse con el actor. Sin embargo, hay dos papeles esenciales en su filmografía: el perverso reverendo de ‘La noche del cazador’ y, en las antípodas, el sereno, melancólico, paciente y leal marido de ‘La hija de Ryan (David Lean, 1970).

Robert Mitchum tuvo una infancia triste y complicada, fue un adolescente bravucón y se hizo hombre en la Gran Depresión, cuando decidió recorrer el gran mundo para ganarse la vida con cualquier oficio que se topase en su camino. En el cine, comenzó como extra, se hizo con un montón de secundarios y acabó convirtiéndose en una estrella más o menos aprovechada. Fue un tipo que vivió al margen de las convenciones (“Todo lo que se ha escrito sobre mí es verdad: el alcohol, las peleas, las mujeres… todo es verdad”), que parecía no tomarse en serio aquello de la interpretación (“El método que sigue Rin Tin Tin es suficientemente bueno para mí. Él nunca se preocupa de la motivación, de los conceptos y de toda esa basura”). Y sin embargo, fue uno de los actores más impresionantes de la historia del cine. Buena parte de nuestros recuerdos cinéfilos (muchos, intensos, emocionantes, apasionados) se han quedado con su cara. Sobria, fría, algo guasona, atormentada a ratos y poderosamente inteligente.

Lillian Gish

“No solo es la mejor en su profesión, sino que tiene la mente más despierta de todas las personas que he conocido”. Con este apasionado alegato artístico y vital a su favor, definió D.W.Griffith a su musa y protegida, Lillian Gish. Sin embargo, no fue su astucia, sino su aspecto espiritual, de muchacha etérea, a punto de quebrarse, lo que despertó la curiosidad de los primeros cineastas que decidieron trabajar ella. Griffith la encumbró en los albores del Séptimo Arte y, juntos trabajaron en 48 películas, entre las que se encuentran la polémica ‘El nacimiento de una nación’; la grandiosa ‘Intolerancia’ y ‘Lirios rotos’. Tres capítulos, impulsos vitales, que transformaron el cine. La actriz ya había demostrado su profunda capacidad para sumergirse y abrazar a los personajes que caían en sus manos, en especial, los de poderosa carga dramática. A mediados de los años 20, Lillian Gish decidió labrarse su propio porvenir, alejada de su padre artístico. Fue contratada por la Metro Goldwyn Mayer y comenzó una etapa de esplendor aunque menos prolífica que los primeros años de su carrera.

Trabajó en títulos como ‘La hermana blanca’ (1923), ‘Romola’  (1924) y, sobre todo, en la soberbia ‘El viento’, del realizador sueco Victor Sjöstrom, donde encarnaba a una joven asediada por pretendientes,  un familiar que la detestaba y por una naturaleza arrolladora, un viento destructor. En 1946, alejada del cine mudo, Gish comenzó la segunda parte de su carrera al interpretar a la señora McCanles en la fascinante ‘Duelo al sol’ (King Vidor), un personaje secundario que dejó huella. Ella era un oasis, un remanso de paz en medio de una tormenta desatada de seducción y destrucción. Otro de los títulos memorables de su filmografía sería el personaje de Rachel Cooper en ‘La noche del cazador’ (1955) donde fue una enérgica, vital y severa anciana que mantiene a duras penas una granja y a un buen puñado de niños abandonados que la han adoptado como madre por su gran corazón. Con 93 años dejó otra interpretación inolvidable en ‘Las ballenas de agosto’ (1987), junto a otra gran dama del Séptimo Arte, Bette Davis. Unos años antes, al fin, la actriz recibió un Oscar honorífico por toda su carrera, pero también “por su contribución a la historia del cine”.

Shelley Winters

“Siempre me ha tocado interpretar el papel de víctima. Montgomery Clift me mataba en ‘Un lugar en el sol’; Robert Mitchum en ‘La noche del cazador’. Es el trágico desenlace que se produce en muchas de mis películas”. Shelley Winters aceptaba el destino desdichado de muchos de sus personajes con retranca irónica. Al fin y al cabo, demostró tener una gran inteligencia a la hora de llevar su carrera eligiendo papeles que, aunque mártires, le permitían mostrar su formidable talento y, ya de paso, evitar aquellos personajes más complacientes que la hubieran convertido en una celebridad fugaz. Sin embargo, en los orígenes de su trayectoria,  fueron las “mujeres fatales” las que salieron a su encuentro en películas como ‘Aves de rapiña’ (Larceny, 1948); ‘La ciudad desnuda’ (Anthony Mann) y ‘Una vida marcada’, también de 1948 y de Robert Siodmak. Tras algunos títulos en los que demostró su vis cómica y tras su incursión en el western (en un clásico fabuloso como ‘Winchester 73’, de Anthony Mann), Winters tuvo la oportunidad de convertirse en una actriz singular, unánimemente aplaudida.

En ‘Un lugar en el sol’ (George Stevens, 1951), encarnó a una humilde muchacha, gris y taciturna, que resulta un ‘estorbo angustioso’ para un advenedizo Monty Clift fascinado por la belleza de una rica heredera (Liz Taylor). En 1955 protagonizó ‘Mambo’, una coproducción mediocre que pasó sin pena ni gloria, pero que le permitió compartir cartel con Vittorio Gassman, su marido y con quien vivió una atormentada y emocionante relación pasional. Después llegaría la obra maestra ‘La noche del cazador’, donde se metió en la piel de una viuda inocentona que acaba siendo asesinada por el mismísimo demonio, un perverso predicador. Tras esta muerte, Winters estuvo más viva que nunca sobre las tablas donde consolidó su prestigio como actriz. Dos años después regresó al cine para bordar varios papeles.

Estuvo soberbia como la ordinaria y nerviosa Petronella van Daan que dificulta hasta extremos intolerables la convivencia de las familias ocultas en el refugio-zulo de Ana Frank (George Stevens, ‘El diario de Ana Frank’). Y por ello, la Academia le entregó un Oscar a la mejor interpretación secundaria. Más espectacular aún resultó su trabajo en ‘Lolita’, donde daba vida a la madre de la nínfula de Kubrick / Nabokov. Y a una buena mujer con pretensiones demasiado necesitada de cariño. Una presencia entrañable y estremecedora, aunque parlanchina, patética e insufrible para el culto pedófilo Humbert Humbert. Un obstáculo, una vez más, para los planes de sus personajes antagonistas. Después, recorrería con su talento otros títulos como la comedia ‘Buona sera, Mrs. Campbell’ (1968) o la insólita ‘Mamá sangrienta’ (1970), de Roger Corman, donde Winters da un giro de timón para entregarse, en cuerpo y alma, a una vida de crimen y delincuencia junto a sus hijos gánsters.

Contrapicado

‘La noche del cazador’ baja a lo más profundo de nuestros miedos, a ese territorio inhóspito donde el terror no tiene explicación alguna, pero lo oscurece todo y envilece el alma. Es una película que nos asombra con la belleza de sus imágenes, con su estética (a ratos expresionista, a ratos gótica, siempre onírica)  y nos aterra porque tiene mucho de cuento retorcido. Todo en ella tiene un aire extraño. Habitan en sus imágenes unos niños, hermanos, que son esclavos de una promesa perversa, una losa. Les persigue un coco, un ogro implacable, pero también pícaro y de mal vivir. Un predicador obsesionado con el dinero y atormentado por el deseo, que asume como una demencial cruzada atrapar a unos niños. Unos pequeños que fueron sus hijos y se atrevieron a desafiarle. Un personaje de villano, en definitiva, tremendamente original.

En definitiva, Charles Laughton creó una película que se hace inesperada incluso para el que la revisita una y otra vez.  Y es que pocos cineastas han sabido inventar en imágenes una historia de lucha entre el bien y el mal con un poder visual tan poderoso y una atmósfera tan hechicera. No hay más que dejarse llevar por los momentos memorables de la película. Ahí está  la ‘aparición’  de Shelley Winters, asesinada y atrapada debajo del río; con el pelo meciéndose por la corriente del agua. O la secuencia del predicador ‘ajusticiando’ a su esposa en una habitación expresionista, en sus luces y sombras, y cuya arquitectura “gótica” parece perder el equilibrio (fantástica fotografía de Stanley Cortez). Pero sobre todo, es inolvidable la imagen del viaje de los niños por el río con su prisma de tela de araña que se perpetúa en las aguas cristalinas;  con el punto de vista de una rana silencios. Mecidos los hermanos y con ellos, los espectadores, por una maternal nana infantil.

Picado

No sabemos todavía si es un punto a favor o en contra, pero todo el relato de la película está configurando en torno a un guion por momentos muy ingenuo. Frases cortas, sentenciosas, personajes que se comportan de manera llana y muy polarizada entre el bien y el mal, sin apenas matices ni dudas. En un determinado momento llega incluso a parecer que se trate realmente de una historia para niños, si no resultara tan terrorífica y no escondiera tanta mitología y simbolismo, como hemos mencionado.

Por eso también sospechamos que se trata de algo totalmente voluntario. Que busca generarnos una suerte de regresión a la infancia para ponerlos en la piel de los dos niños, de sus mentes limpias y de su capacidad para vencer al miedo, al hombre del saco, al demonio, a todos los espíritus maléficos y monstruos escondidos debajo de la cama. Para convertirnos, casi sin darnos cuenta, en la pieza cazada durante la noche más oscura jamás conocida.

Simbiosis sonora

La música juega al final de la película un papel absolutamente fascinante. Se repite por boca del predicador durante varias partes del relato la canción ‘Leaning on the Everlasting Arms’, un himno religioso de finales del siglo XIX que ha sido después utilizado en otros tantos filmes, siendo una de las versiones más conocidas la que interpreta la cantautora Iris Dement en el western de los hermanos Coen ‘Valor de ley’. En el caso de ‘La noche del cazador’, puesta en boca del personaje de Robert Mitchum, la canción se transforma casi en una nana diabólica hasta que viene a rescatarla de los infiernos la maravillosa Lilian Gish, que la entona con él en una de las secuencias más inquietantes de la película.

El resto de la banda sonora pertenece a las piezas instrumentales del compositor estadounidense Walter Schumann, especialmente brillante cuando acompaña a la huida de los niños por el río con esa canción-cuento llamada Pearls’ Dream, que se ajusta a la imaginería onírica de los animales y que fusiona la noche, el terror y la canción de cuna.

Ojo al dato

Ni el público ni la crítica dijo gran cosa de ‘La noche del cazador’ cuando se estrenó en la gran pantalla. Los espectadores respondieron con gran indiferencia, mientras que una parte de los críticos cinematográficos la vapulearon alegremente. El propio Laughton admitió que se trataba de una película extraña no apta para las masas pero no pensó que su fracaso en taquilla fuera tan estrepitoso. Se dejó en ella buena parte de su esfuerzo y energía, no solo en el guion, que revisó cientos de veces, sino en la consecución de una dirección artística que alargó el rodaje mucho más de lo que los productores estaban dispuestos a asumir, con las consiguientes tensiones de última hora.

Mitchum tampoco fue la primera elección del cineasta. El papel del predicador se lo ofreció antes a Gary Cooper, quien lo rechazó por entender que podía ser “perjudicial para su carrera”. No en vano, la historia de este asesino no provino solo del libro de Grubb sino que también bebió de un personaje real llamado Harry Powers (solo cambiaron las dos consonantes del final), un asesino en serie de origen holandés.

Retrato del (anti)héroe

De las sombras surge para no marcharse jamás. Harry Powell es un dios malo o un demonio demasiado humano. Es un asesino en serie con pintas de granuja y un fanático que se retuerce de placer ante el sentimiento de culpa ajeno. Es un ‘enviado del cielo’ para castigar los deseos más lascivos y también un predicador de palabra y navaja fácil, hasta que se convierte en una pesadilla para niños con piel de hombre. El reverendo Harry Powell (Mitchum) llegó a las vidas de los pequeños John y Pearl para acabar con su infancia, pero no porque aquello le importase gran cosa, sino porque quería su dinero y quitarse la sensación incómoda de que le sabían asesino de su madre. Powell es un hombre con los nudillos tatuados por el bien y el mal para encandilar a su parroquia y convencerla de que vive al borde de un abismo. Y parece, en algunos momentos, obsesionado por esa lucha. Como si en ella anduviera alguna respuesta que diera calma a su condición de depredador.

El reverendo aúlla cuando se le escapan los hijos río abajo y espera, siempre espera. En un coche, en un caballo, seduciendo a una muchacha tonta que se desvive por enamorarse del amor. Espera y se queda entre las sombras. Cuando empezamos a quedarnos dormirnos le oímos lejano: “Leaning, leaning…”, el himno escalofriante con el que nos recuerda que está entre nosotros, que se ha quedado para siempre en nuestras pesadillas más angustiosas. Esperando. “Volveré cuando oscurezca”.

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