Los que no protestan
Viernes, 24 de abril de 2020.
Este fin de semana se cumplen tres años de la muerte de mi madre en una residencia de Malasaña. En la espalda de un histórico convento madrileño. Tenía 99 años y murió después de un no muy largo proceso de deterioro físico y mental como tantas otras personas de nuestro país en el que la edad media de vida es, afortunadamente, tan extensa.
Pudo recibir la asistencia médica precisa para suavizar cualquier dolor final y el cuidado personal que las personas en esas condiciones merecen. Hoy eso no hubiera sido posible y la sola constatación de ese hecho me produce un dolor insoportable.
Hoy el drama mayor que la sociedad está sufriendo es la terrible mortandad que se produce en las residencias de ancianos. El virus se ha cebado de manera cruel en esta población recluida. Y no sé si esto está mereciendo la debida atención. Para algunos esto es solo un expediente para explotar políticamente. Para los afectados un drama a vivir en soledad y una tristeza imposible de superar. Mucho más cuando el proceso se ha desarrollado en medio de la incomunicación familiar y del aislamiento de los fallecidos.
Creo que por encima de este drama ha llegado la hora de reconocer que tenemos un problema de orden civilizatorio. Los viejos nos sobran. Es crudo expresarlo así. Hemos decidido separar a los viejos, especialmente a los incapacitados, del núcleo familiar y apartarlos en un carril lento camino de su desaparición. A lo largo de tres años de visitas cotidianas a mi madre en su centro pude observar cómo muchos de los residentes no recibían apenas visitas y su régimen de vida no podía ser observado o fiscalizado más allá de la vocación o de la sensibilidad de sus cuidadores.
La soledad, el apartamiento social y familiar aceleran el deterioro físico y sentimental de nuestros ancianos. Y las residencias no pueden resolver ese problema por mucho que nuestra comodidad nos haga creer o exigir lo contrario. Por supuesto que debemos controlar, que tiene que existir un control regulatorio y administrativo de estos centros. Pero no nos hagamos trampas al solitario. El mejor control es el de la libertad y la autonomía de las personas ingresadas y en ausencia de esas condiciones el de las familias. Sólo en casos muy puntuales sería la administración la depositaria de ese encargo, de esa obligación. Siento decir esto cuando observo que la gran mayoría social se inclina a responsabilizar a las administraciones de este drama. Es verdad que los recursos son insuficientes, que las leyes de dependencia son insuficientes y funcionan con carencias, que hay aspectos de la regulación que brillan por su ausencia y que otros directamente no se cumplen. Pero, sin embargo, nada de esto es capaz de ocultar el fenómeno social y ético del abandono de nuestros viejos.
Todos vamos a llegar a situaciones de vulnerabilidad. Merece la pena dedicar la mejor atención a este drama. Seguramente podemos hacer muchas cosas. La primera, fortalecer la autonomía de los propios ancianos mediante modelos residenciales más abiertos y cómodos. La segunda, creando consejos de familia al modo de los organismos de madres y padres de alumnos en los colegios para vigilar el desarrollo de la vida en esos centros. Y por último, involucrar al entorno social y ciudadano en la colaboración, auxilio y fiscalización -por qué no- de esos centros. Empezando por evitar que empresas o instituciones animadas exclusivamente por el beneficio económico se dediquen a este negocio. Muchos ayuntamientos pequeños y medianos tienen buena experiencia en gestionar o supervisar estas actividades.
Mientras tanto, menos golpes de pecho y más piedad. Y el mejor recuerdo a los desaparecidos. Han sido las generaciones más sufridas de nuestra historia.
Hasta el lunes. Y cuidado con los niños.
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