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Teresa de Pablo, la librera de 87 años amiga de María Teresa León y que puso a leer a los niños de Maravillas

Teresa en la librería Reno

Luis de la Cruz

23 de abril de 2021 01:01 h

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El último Día del libro nos pilló en casa, encerrados a cal y canto. Más agarrados que nunca a la lectura como tabla de salvación, pero huérfanos del lado social del mundo del libro; sedientos de encontrarnos en presentaciones, bibliotecas o librerías. Por eso, este año hemos querido celebrarlo conversando entre libros.

Llegamos a la librería Reno, en el número 14 de la calle de Monteleón (Malasaña), donde habíamos concertado una cita para entrevistar a Teresa de Pablo, que con 87 años posiblemente es la decana de las libreras de Madrid. Teresa ya tiene puestas sus dos dosis de la vacuna y espera, junto con su hija Marisa, que nos recibe a pie de mostrador, que pronto vuelva a andar a su ritmo habitual este mundo que se nos volvió del revés. El primer confinamiento pilló a las libreras a punto de culminar una reforma en la librería. Tras el traslado al local contiguo de la vieja Reno, ahora tienen un buen escaparate y un sótano para las reuniones literarias que se hacían antes del Covid, y que volverán, vaya si volverán.

Hablamos con Teresa al fondo de Reno, rodeados de tomos, con las caras de escritores –de Julio Cortázar a Angela Davis–  mirándonos desde las cartelas que separan los libros en las estanterías. Ella tiene una conversación ágil, amable y cargada de sentido del humor. Una mirada, entre pícara e ilusionada, que congela repentinamente, como para mirar hacia adentro un momento y rescatar sus recuerdos, vívidos. Y luego sigue hablando.

Teresa llegó al barrio de Maravillas cuando su padre, Eliseo de Pablo, periodista segoviano especializado en temas agrícolas, fue reclamado por Torcuato Luca de Tena para trabajar en ABC. “La casa en la que empezamos a vivir, en la misma calle de Monteleón, era de hecho de Luca de Tena”, cuenta Teresa. Ella era en la calle una de las señoritas de Segovia, como llamaban a las hermanas en el vecindario, y se emparejó con uno de Maravillas de toda la vida, cuya familia tenía una panadería y una frutería en la misma calle. Cosas de la época, su marido quiso que dejara su trabajo como funcionaria. Al poco tiempo, montaron el negocio de exportación de libros que sería germen de la librería Reno, abierta en 1962.

El socio de su marido en el negocio se fue a Brasil un buen día y ella, lanzada como es, le dijo que por qué no abría ella sola la tienda al público. Él dijo que estaba un poco loca, ¡una mujer sola con tres hijos en aquella España recién salida de la posguerra! Antes, su jefe en el Ministerio le había dicho lo mismo: “¿Cómo vas a dejar tu puesto de funcionaria?” Teresa hace una pausa serena, como meciéndose en los recuerdos, “sí, estaba un poco loca”, afirma. Luego, en otro momento, me dirá, “¿Y dicen que antes no había feministas?”

Durante mucho tiempo, en el local donde ahora está la librería, que entonces servía de almacén de libros, había una gran mesa en la que empaquetaban los tomos para exportarlos a América. Libros de Filología Española que luego serían leídos en las universidades americanas y que su marido empaquetaba con gran pericia, “llegaban los paquetes perfectos”, cuenta con orgullo Teresa.

Antes, allí había estado la taberna de Julia y Manolo, un establecimiento muy conocido en el barrio de Maravillas del que las libreras de Reno aún conservan el cartel en el sótano. Sí, Maravillas, porque para Teresa este es el nombre de un barrio que recuerda como el pueblito que era cuando llegó con su familia desde Segovia. “En la calle de Monteleón no pasaban los coches y todo el mundo se conocía y se ayudaba en lo que podía, era una cosa maravillosa”. Aunque añora el barrio-barrio, también tiene muy presentes las perspectivas más grises de aquellos paisajes del pasado. Comentando lo que hay y lo que ya no hay, hablamos de la cercana comisaría de la calle de Daoíz, “ahí daban bien”, dice acompañando las palabras con la mano.

Como librera del barrio de las Maravillas, Teresa siempre tuvo clara su labor como evangelizadora de la lectura. “Empecé a hacer lectores en el barrio, les hacía a los niños una cuenta de librería, que era un cuadernito en octavo grapado. Les preguntaba cuánto le daban los domingos sus padres para chuches e íbamos apuntando una parte para libros”.

 Así entraron los libros infantiles en Reno –Los Cinco, Tintín, Juventud– y a día de hoy siguen siendo marca de la casa. Cuando entraba por la puerta un rato antes, de hecho, Marisa conversaba con una clienta sobre libros para sus nietos, “están con los dinosaurios y han descubierto a Tintín”, le escucho cotilleando sin querer a la clienta, que habla en términos de cercanía con su librera de confianza.

Pronto empezaron a pasar por la librería también los profesores del cercano instituto Lope de Vega. “Venían y veían todos los libros de filología apilados, para enviar a América, y se quedaban maravillados. El descanso del Lope, el desayuno, se hacía en la librería”. Teresa conocía a todos los profesores y catedráticos de la zona, pero delante de los alumnos, me advierte, los trataba de usted porque considera que el respeto entre alumnos y profesores no debe perderse. Y así debía ser un poco aquella librera, figura de referencia y autoridad para los chavales de Maravillas, “si entraban como locos en la librería, preguntando como bólidos por un libro les decía, a ver vuelve a entrar y pregúntalo bien”.

Cuenta, divertida, mil anécdotas con los escolares del barrio. “Venían a por Emma estaba debajo de un árbol, o a por No me llames más, y tenía que averiguar, preguntándoles quienes eran sus profesores y en qué curso estaban, que eran Eloísa está debajo de un almendro o El llano en llamas, de Rulfo. Las tenía anotadas todas en un cuaderno que llamaba Perlas”.

No debieron ser pocos los alumnos de la barriada que encontraron en Reno los libros que el Franquismo tenía prohibidos. Teresa tenía debajo de la mesa títulos de Neruda, Alberti, Lorca o Machado. También otros libros más políticos del momento, “Losada me los facturaba como novela rosa o azul, también me los mandaban desde París de Ruedo Ibérico”.

En ese momento viene Marisa con un viejo documento enmarcado. Está arrugado porque su padre lo llevaba en la cartera, pero se lee perfectamente y es el recuerdo de unos libros parados en la aduana. Era El furgón de cola, escrita por Juan Goytisolo y editada por Ruedo Ibérico. Muchos años después lo rememorarían con el propio escritor en una Feria del Libro. No fue esta la única ocasión en la que les pillaron, “en esa época venía un secreta y secuestraban los libros, pero como yo vivía aquí al lado íbamos evitándolo”. En una ocasión, salió un libro de Dionisio Ridruejo y fueron a secuestrarlo, “y eso que era falangista (aunque de la rama izquierda), sabían exactamente el número de libros que habíamos encargado”.

Había libros secretos y tertulias políticas clandestinas en la librería, también, con Gala, Tierno Galván, pintores importantes, escultores…“ Una vez pasó un borracho por la calle a altas horas, vio el cierre medio echado, se asomó un poco y dijo, ¡anda, una librería de guardia!”

La librería recogía entonces el pulso político que tradicionalmente había latido en el barrio de Maravillas y que se unía al de cierta intelectualidad progresista que también lo frecuentaba en aquellos años anteriores a la muerte de Franco. “Por esta zona vivía gente de izquierda, en mi casa éramos cinco hermanos y había un poco de todo, aunque menos dos, todos de izquierda. Mi padre tuvo que decir: en esta casa no se habla de política”, cuenta Teresa, que añade que su hermana estuvo en prisión por ser opositora en tiempos de Franco.

Cuando debatimos acerca de dónde hacer una foto para el artículo, Teresa se acerca a los anaqueles y agarra con cuidado un libro de su querida María Teresa León, “mi amiga. Cuando volvieron a España ella y Rafael, el mismo día, cenamos con ellos”. Guardan en casa, también como un tesoro, el ejemplar de Memoria de la melancolía dedicado “a María Teresa de Pablo y Manolo” tras una cena informal en la librería Reno. Hablamos entonces de lo importante que fue como escritora y cómo ha quedado eclipsada por Alberti. Y vuelve a mencionar el machismo que imperaba en la época.

Marisa, que andaba por allí atendiendo a los clientes de la librería, se acerca y subraya aquellos recuerdos de su madre como recuerdos infantiles propios. Desde otra perspectiva, aquellas imágenes son también las de su vida: “Sí, es que esto es un negocio familiar, ahora mismo mi hermano está poniendo las estanterías en el piso de abajo, nosotros de niños recordamos todo aquello, con Rafael y Teresa por ahí”.

En aquella época, cuenta la hija de Teresa, había muchas tiendas de intercambio de cómics y revistas, pero librerías muy pocas. “Tenemos guardado un mapa del barrio muy bonito con diseño de Pepe Ortas y textos de Umbral y García Calvo, donde salían los nombres de los comercios de la época. Estaba lleno de artesanos, muchos negocios que ya no existen, y librerías solo estábamos dos”.

Teresa insiste en que aquellos tiempos fueron “muy valiosos. Considero que la labor cultural que hice en el barrio fue mi mejor momento”, añade. Durante años, siempre estuvo trabajando y, a la vez, inmersa en el día a día del barrio y en el momento político que tocaba. “Nunca tuve tiempo para ir a presentaciones, pero me decían, no te preocupes si ahí solo hay croqueteras”, dice riendo. Hoy, me advierte, se maneja bien con el ordenador: baja al sótano de la librería y allí trabaja con él. Nada que ver con los tiempos en los que, para localizar un título, tenía que llamar por teléfono al Instituto Nacional del Libro. “Se podían hacer solo cuatro consultas telefónicas al día”. El whatsapp no lo usa, pero no porque no pueda aprender a manejarse sino porque prefiere pasar el tiempo leyendo, aunque ya la vista le esté fallando.

Hoy Reno sigue siendo un establecimiento de proximidad, una librería de fondo, con libreras con oficio y formación para aconsejar a sus clientes. Si las pillara un experto en márquetin las llamaría consultoras culturales, o algo así. Y no creo que les gustara.

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