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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

La generación de Felipe VI y los jóvenes taponados

Jóvenes

Alberto Sabio Alcutén

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“Nadie puede quedar atrás”. Todos hemos escuchado esta frase cientos de veces en las últimas semanas. Pues entonces vuelvan la mirada sobre los jóvenes de entre 25 y 35 años, es decir, los nacidos después de 1985. Sobre ellos impactó con dureza la crisis financiera de 2008 y ahora se han encontrado con el cataclismo del Covid-19. Como a todos, podrán decir. Pero a ellos les afectan más las consecuencias económicas y sociales porque cada edad nos concede un papel diferente y ellos están en fase de asentar proyectos personales, familiares y laborales. Penalidad tras penalidad, muchos han quedado atrapados del derecho y del revés.

Esos jóvenes, o ya no tanto, no han conocido más que recesiones económicas o agujeros profundos en los primeros años de su madurez, esos años determinantes para orientar y labrar futuros. Dice el chiste que no se van de casa aunque les echemos el hurón. ¿Cómo se van a ir? Empleo deteriorado o directamente paro, precio de la vivienda por las nubes, falta de cotización a la Seguridad Social, dificultad de estabilidad profesional… La globalización mal entendida y peor gestionada los está aplastando, aunque hablen idiomas, tengan pasaporte europeo y estén hiperconectados. Se podrá decir que es demasiado pronto para hacer este tipo de afirmaciones. Esperemos que, dentro de unos pocos años, no sea demasiado tarde. No puede extrañarnos que, entre ellos, se haya desplomado la confianza en las instituciones.

Por contraste con estos jóvenes, la generación del rey Felipe VI empezamos hoy a peinar canas, a modo de archivos del pasado. Se nos llamó durante muchos años “la generación del Príncipe”. Somos los nacidos entre 1965 y 1970. Nacimos cuando muchos jóvenes pensaban que debajo de los adoquines se encontraba la playa. Cuando murió Franco, teníamos 5, 7 o 9 años y a esas edades, como es sabido, se tienen cosas más importantes en las que pensar. Nada tuvimos que ver con la Transición, ni siquiera nos interesaba verla por televisión. Preferíamos a Gaby, Fofó y Miliki. Crecimos ya en democracia. Nuestra adolescencia coincidió con el socialismo en el poder y con una indudable prosperidad en el país, a pesar de la reconversión industrial. Nos hicimos mayores de edad justo cuando España ingresaba en Europa, lo que nos ayudó sin duda a completar nuestra formación en otros países y a ampliar horizontes. Proyectamos los sueños de nuestros padres que, nacidos en la posguerra o en pleno conflicto bélico, nada de esto pudieron hacer, ni siquiera se lo plantearon. Ellos lo pasaron peor, en buena medida para que nosotros saliésemos adelante. Ahora no podemos permitir que quienes hoy tienen treinta años piensen que debajo de esos adoquines solo están sus sueños enterrados.

La historia no avanza siempre por vías unidireccionales hacia un progreso ininterrumpido. No hay una tendencia histórica general hacia el progreso, generación tras generación. En las sociedades secularizadas, la idea de progreso ha sustituido a la fe en la providencia y se ha convertido en una especie de mano invisible que orienta el desarrollo de la humanidad. John Bury nos advirtió acerca de la necesidad de aceptar los límites de este progreso idealizado.

                Siempre me gustó Ingmar Bergman cuando comparaba el envejecimiento con la escalada de una gran montaña: mientras se sube, las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena. Pues, desde esa supuesta o real serenidad, es una obligación de todos que esa juventud no pierda entusiasmo ni proyectos. De lo contrario, el futuro se estremece. Las ventajas de la prosperidad, cuando llegue, y algún día llegará, deben utilizarse para reparar anteriores desequilibrios, por ejemplo, con esta generación que ronda los treinta años y que “se aprieta el hígado y se sujeta el corazón”, como diría Ramón Acín.

Lo más triste de envejecer es carecer de mañana. Esto, más pronto o más tarde, nos va a suceder a todos como personas, pero no puede ocurrirnos como sociedad. Vale que se nos arrugue el rostro, pero que no se nos agriete el cerebro. ¿Qué mundo le estamos dejando a estos jóvenes ya no tan jóvenes? Me sumo a Javier Sampedro cuando dice que los más mayores vamos a quedar fatal en los libros de historia.

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