Peter Kaldheim, camello adicto a su propia cocaína, vagabundo y escritor: “Si no tienes dinero en EEUU, más te vale no haber nacido”
En filosofía griega se denomina akrasia, pero es más sencillo reconocerlo por el término que acuñó Bob Dylan, “el viento idiota”, una fisura en la fuerza de voluntad que te lleva a actuar justo en contra de lo que te dicta el sentido común. Esa corriente destructora le ha servido también a Peter Kaldheim (Nueva York, 1950) para titular su libro de memorias y, al mismo tiempo, su debut literario a los setenta años.
Kaldheim era un editor de prestigio en la gran manzana cuando un flujo de viento idiota arrasó con su matrimonio y su carrera debido a una repentina adicción a la cocaína, que empezó a consumir en las fiestas de los sellos neoyorquinos. Pero, en lugar de resultar un aderezo del cotarro literario, el joven dio la vuelta a la ecuación y convirtió la literatura en el complemento ocasional de la droga, por lo que perdió su empleo y su prestigio de un plumazo.
Fue entonces cuando el cocainómano se metió a camello. El problema es que no era tan bueno vendiendo la mercancía como esnifándosela. Y, si existe algo peor que cabrear a un jefe, es hacerlo con un capo de la droga más famoso por el uso de su bate metalizado que por sus negocios. A los treinta y siete años huyó en el primer bus que salía dirección a ninguna parte y se vio en la calle. Durante este tiempo, en el que recorrió la misma ruta que Kerouac en El camino, sobrevivió gracias a las notas que tomaba en un cuaderno.
Treinta años más tarde, esos garabatos son la primera apuesta del año de la editorial Temas de Hoy. Una jugada maestra por el perfil del debutante y por la novela en sí misma, fruto de una pluma destinada a triunfar en el sector editorial aunque haya sido de forma tardía. Nos reunimos con Kaldheim en un café de Madrid, sonriente, encantador y elocuente a pesar del infinito carrusel de entrevistas: “A los 70 lo llevo bien. Me habría aterrorizado hacer esto de joven”.
Hay pocas novelas que aborden las drogas como arma de destrucción masiva de carreras de éxito y, si existen, se suelen centrar en la música o el cine y no tanto en la literatura. ¿Cree que en el sector editorial son aún consideradas como un complemento glamuroso?
Aunque en el sector editorial se mueve bastante droga, sobre todo la cocaína, muy pocos han hablado abiertamente de ello en los libros. Y, como dices, todavía menos sin esa parafernalia glamurosa que les rodea. Conozco un solo caso: Bill Cleg era un agente literario muy reconocido en Nueva York que se enganchó al crack y perdió todo su negocio. Después escribió unas memorias buenísimas al respecto llamadas Retrato del adicto adolescente, haciendo alusión al título de de James Joyce, Retrato del artista adolescente.
Pero la droga que se mueve en el mundo literario no es nada en comparación con el de la hostelería. Cuando trabajé de cocinero me di cuenta de que en los restaurantes es un tema más que frecuente. La gente alucinaría [ríe].
Sus memorias, sin embargo, son muy parcas en detalles. ¿Temía cruzar la línea del morbo si contaba ciertas cosas?
Mi carrera editorial se vio truncada en 1986 porque me había convertido en alguien poco fiable debido a mi adicción a las drogas. Así que trabajaba dos semanas y luego me despedían. Hablo de la carrera, pero toda mi vida se vio truncada: mi matrimonio, mi familia y mis amistades. No tenía motivo alguno para minimizarlo.
Hay muchos autores que sí lo glorifican y lo presentan como si fuese pornografía de la adicción. El libro A Milion Little Pieces (En mil pedazos), de James Frey, que se convirtió también en película, le dedica muchas páginas a hablar de la parte física de la adicción. Recuerdo con horror la escena en la que se somete a una endodoncia sin anestesia porque teme engancharse de nuevo y la describe con tantos detalles que le llamaron incluso del programa de Oprah Winfrey. Luego resultó que se lo había inventado todo y echó a perder su reputación.
¿Algún editor le ha insinuado que debería ahondar en el proceso para vender más ejemplares?
Algunos editores piensan así, pero yo me he alejado de eso. Insistí en hablar de la droga en los dos primeros capítulos y después centrarme en cómo sobreviví a lo que dejaba atrás. Si no llega a ser por la literatura no me habría quedado autoestima. Las notas que tomaba mientras viajaba me ayudaron a no caer en una depresión.
Aún así, afirma que al quedarse sin blanca superó el mono en catorce días sin tratamiento. ¿Cree que la rehabilitación es un lujo de clase alta y que por eso a veces se alarga más el síndrome de abstinencia?
Absolutamente. Pero no es tan difícil dejar la cocaína como la heroína o el crack. Al menos cuatro personas de mi entorno murieron por esto último: perdieron peso, no comían y se les paró el corazón. Además, yo al estar en la carretera pasando hambre y frío, no lo eché tanto de menos. Solo los dos primeros días temblaba y sobrevivía a base de café con 20 terrones de azúcar. Pero mi cuerpo tenía prioridades distintas.
Si me llego a quedar en Nueva York, donde conocía a tanta gente que me podía dar dinero para drogas pero también para tratamientos, seguro habría tardado mucho más en superar la adicción. Lo hablé con la gente de la calle y hay de todo, pero es más normal que el poco dinero que tienes lo inviertas en otra cosa, aunque sea en alcohol que te mantiene caliente. Pero mi alcoholismo también tenía más que ver con el uso de la cocaína que con otra cosa, por lo que abandoné ambos vicios a la vez.
Pero, según cuenta en la novela, todos esos vicios derivaron en uno nuevo: el del juego. ¿Cuándo se dio cuenta de que su depresión siempre salía a flote con una adicción?
Siempre fue así, pero fui más consciente en el segundo caso, con la adicción al juego y cuando murieron mis dos padres. Me pasé cinco años sin saber que mi padre había muerto y me enteré de golpe en la carta que me informaba del fallecimiento de mi madre. Y sabía que estaba cometiendo el mismo error, porque con el juego el cerebro suelta la misma dopamina que con la droga.
Pero resultó que yo era el manager de un bar en el que había máquinas tragaperras, y era muy fácil colarme, jugar y, si perdía, recuperar de nuevo el dinero abriendo la caja. Mi jefe se enteró y me ofreció devolver todo ese dinero a plazos, porque había que pagar a la empresa propietaria de las máquinas. Fue muy duro para mi tercera mujer. La única manera en la que podía saldar esa deuda por el dolor causado fue dándole los royalties de esta novela. Ya no estamos juntos, ella lleva 15 años casada con otro hombre, pero es mi única heredera.
¿Y cómo afectó a su depresión el tiempo en el que vivió en la calle? ¿Considera que es una epidemia tabú entre la gente sintecho?
Queda mal decirlo, pero encontré mis primeras semanas como vagabundo como algo liberador después de la presión a la que había estado sometido en Nueva York. Había estado en la cárcel por camello y, a la vez, me enfrentaba a una pena mucho mayor si me pillaban pasando droga otra vez. Estaba siendo perseguido por la mafia y por los detectives de la policía neoyorquina al mismo tiempo.
Así que alejarme de Manhattan y deambular por calles en las que nadie me reconocía me hizo sentir la persona más ligera del mundo. Solo me preocupaba de a qué hora debía hacer cola en los comedores sociales y de encontrar un sitio cálido para dormir.
Cuenta que los demás vagabundos le llamaban “el profesor” porque siempre estaba leyendo. ¿Cómo vive la aporofobia alguien que proviene de un estatus culto y adinerado?
Eso fue lo peor. La gente que vive en las calles está estigmatizada, pero en realidad no hay un perfil de vagabundo. Hay de todo. Aprendí a mimetizarme dependiendo de la gente con la que coincidía: me comunicaba con su slang, me movía como ellos y donde ellos y, si había otros con los que podía debatir de literatura, nos pasábamos horas hablando de eso.
Me saqué el carnet de biblioteca porque siendo vagabundo pasas mucho rato en las colas de los comedores, de los albergues o de los centros sociales, y por eso tomaron por costumbre llamarme “profesor”. Algunos eran analfabetos y me pedían que les escribiese cartas de amor para sus novias o canciones para entretenerse.
No aborda mucho el contexto político, que en aquellos años presidía Reagan, ¿pero qué le parece que ahora Trump quiera criminalizar a la gente sin hogar?
Desprecio hasta pronunciar su nombre. Existen pocos servicios sociales para los pobres, como los cupones de comida, pero si este hombre consigue lo que pretende se van a morir de hambre todos aquellos que no tengan una renta anual de 40.000 dólares. Si no tienes una cierta cantidad de dinero en Estados Unidos, más te vale no haber nacido. La bondad individual humana es la que mantiene a los pobres vivos, porque si fuese por el Gobierno los exterminaría a todos.
El otro problema es que no todos son personas que han cometido errores o tomado malas decisiones. Hay muchos con problemas mentales y, debido a que el Gobierno cada vez recorta más en los centros de salud mental, lo único que pueden hacer es sobrevivir en la calle hasta que hagan algo para acabar en la cárcel. Y eso es demoledor.
Cuando se logra salir de la calle, ¿se sigue manteniendo un vínculo emocional con ella?
Hace 33 años este mes que salí de la calle y, aún así, siempre intento acercarme o recoger en coche a los que hacen autostop. Yo me beneficié de tantísima amabilidad por parte de personas que tenían tan poco que dar, que me abrió el corazón. Cuando me movía en el mundo de las drogas era una persona egoísta y solo me preocupaba obtener mi dosis. Pero haber sido un gilipollas total te hace querer recompensarlo de alguna manera, y eso es lo que intento ahora.
Y, por último. ¿Qué ventaja y qué desventaja le encuentra a publicar su primera novela a los 70 años?
Hay muchas cosas del negocio editorial que me habría aterrorizado hacer de joven, como el carrusel de diez entrevistas que he tenido hoy [ríe]. ¿Cómo se siente siendo un debutante de 70 años? Bueno, ¿has leído la Metamorfosis de Kafka? ¿En la que Gregorio Samsa se despierta una mañana y es una cucaracha? Pues yo me siento al contrario: me pasé la mitad de mi vida siendo una cucaracha y me desperté un día siendo un autor editado.
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