El olvidado culto a las ánimas sobrevive en vestigios culturales y arquitectónicos por toda España
“Cuando el conde iba a morir, mandó que lo enterrasen junto a su segunda esposa, junto a la señora, y que a los pies del sepulcro pusiesen ese cepillo de ánimas en recuerdo del crimen que cometió”. Esta frase es parte de un diálogo entre los actores José María Caffarel y Julio Núñez en la película La casa, dirigida por Chicho Ibáñez Serrador en 1966, dentro de la serie Historias para no dormir de Televisión Española. Aunque relatos como este, ligados al miedo y a la muerte, tuvieron una enorme repercusión en la cadena española, algunos de sus términos resultan hoy incomprensibles. ¿A qué se refiere Caffarel cuando habla de ese “cepillo de ánimas”? El desconocimiento actual de rituales tan arraigados en el mundo rural como el culto a las ánimas benditas tiene una fecha de origen, la mitad del siglo pasado, y un conjunto de motivos bien definidos: la aparición de la televisión, la alfabetización y la emigración acabaron con tradiciones transmitidas de forma oral.
El análisis corresponde a Juan Francisco Blanco, investigador y exdirector del Instituto de las Identidades, con sede en Salamanca. Durante décadas ha consolidado una teoría personal que puede sorprender a más de uno: “Por más que se presente la cultura española como vitalista, en el fondo se oculta que somos una cultura de la muerte”. El profesor se remite a ejemplos evidentes, conocidos por todos, como la celebración, de norte a sur, de la Semana Santa, donde “nos regodeamos en el dolor, nos interesamos más por el Cristo que sangra que por el que vuelve a la vida” o en el festejo del sacrificio de animales. Al margen de rituales como las corridas de toros o la matanza del cerdo, todavía algunos pueblos conservan una versión dulcificada (sin muerte) de celebraciones ligadas a la iniciación masculina, como las corridas de gallos.
En la actualidad, aquello que era tan familiar y natural, particularmente en los pueblos, ha quedado atrás y solo algunos fenómenos en alza, como el necroturismo, han tomado el relevo. Este tipo de turismo —que consiste en visitas guiadas por los cementerios para conocer el emplazamiento de tumbas ilustres y otras curiosidades— es ya una actividad antigua en grandes capitales, como París o Praga y hoy se presenta en nuestra cultura como una excelente oportunidad, no solo para abundar en el conocimiento del pasado, sino para tratar de romper el firme tabú que la sociedad ha construido en torno a la muerte.
El “toque de ánimas”
De cualquier modo, cuando las generaciones actuales se aproximan a celebraciones que solo perviven en parte de la España de interior —en pueblos de Galicia, León, Zamora, Salamanca o Extremadura—, algo falla. El culto a las ánimas benditas se potenció enormemente en el Concilio de Trento (siglo XVI), que dio lugar a la aparición de multitud de cofradías de ánimas (organizaciones que se ocupaban del funeral de sus miembros fallecidos y de rezar por sus almas) y de otros ritos, particularmente llamativos, como las mozas de ánimas.
“Existe un fósil cultural de esta costumbre en el pueblo salmantino de La Alberca, donde una mujer sale a la calle al ponerse el sol rezando por las ánimas benditas, aunque este fenómeno existía por toda la Sierra de Francia y la zona de Las Hurdes, al norte de Extremadura”, explica el experto, que pudo constatar esta realidad tras analizar la célebre Encuesta del Ateneo de Madrid, que preguntó a los españoles por sus costumbres de nacimiento, matrimonio y defunción en los años 1901 y 1902.
Durante la celebración del Samaín, los celtas creían que se abría una gran puerta entre el mundo de los vivos y el de los muertos, un espacio estimulado por el consumo de alcohol como elemento ritual
Aquel examen de los datos reveló el arraigo en una España mucho más rural de celebraciones ligadas a la muerte, como la devoción por las ánimas. Repetidos testimonios hablan del hábito de personas que salían por las noches para rezarle a los fallecidos, mientras que era frecuente el toque de campanas a última hora de la tarde —coincidiendo con el fin de la jornada laboral— para recordar a los muertos. Un toque que, por cierto, se denominaba “toque de ánimas”. “Hablamos de una cultura tradicional donde la muerte estaba perfectamente imbricada en la vida cotidiana y formaba parte del paisaje: los muertos se velaban en casa y los niños podían corretear por la habitación en torno al cadáver del fallecido”, expone Juan Francisco Blanco.
Si hoy es evidente que la muerte es un tabú, en el pasado la relación era más estrecha, aunque sin llegar a la filosofía de culturas ancestrales. Por ejemplo, es conocido que, durante la celebración del Samaín, los celtas creían que se abría una gran puerta entre el mundo de los vivos y el de los muertos, un espacio estimulado por el consumo de alcohol como elemento ritual. Seguro que las personas de más edad recuerdan costumbres de la Noche de Difuntos en los pueblos, que corrían a cargo de los mozos, como tocar o “encordar” las campanas. “Hay documentos del siglo XVIII y XIX donde se puede ver que nuestros antepasados pensaban que el sonido de las campanas funcionaba como una especie de muralla acústica frente a los espíritus de los muertos”, precisa Blanco. Es decir, todo lo contrario que los celtas.
Es cierto que todavía algunos pueblos de la España vaciada conservan el eco de estas tradiciones tan arraigadas en el pasado. Aunque es en el arte y el patrimonio, como buena parte de la España que se fue, donde mejor se conservan. Basta con fijarse en las iglesias de los pueblos, y en sus caminos. Cuando creía en la existencia del purgatorio, la Iglesia impulsó una iconografía muy precisa y abundante del culto a las ánimas. Tal y como reflejan los trabajos de Juan Francisco Blanco, autor del libro Muerte dormida. Cultura funeraria en la España tradicional (Universidad de Valladolid, 2005), fue habitual la representación de las ánimas tratando de escapar del abrasador fuego del infierno junto a su gran mediadora, la Virgen del Carmen.
Capillas en extinción
El otro recuerdo incuestionable del culto a las almas de los fallecidos permanece, maltrecho, en multitud de caminos en el norte, y es especialmente común en Asturias y Galicia (donde el sustrato celta está más presente). Son las capillas de ánimas, pequeños altares situados en encrucijadas que, con frecuencia, eran construidos por particulares. Albergaban un cepillo en el interior para recoger limosnas, que se empleaban en la celebración de misas en recuerdo de los fallecidos y en mantener los propios edificios. El arquitecto Juan Pedrayes Obaya las define, en un pequeño estudio, como elementos muy pobres, de construcción popular, con características comunes, como una cruz pintada en el interior, junto al lema “Rogad a Dios por las almas del purgatorio”.
Debemos luchar contra corriente, estas capillas forman parte de nuestra cultura, de nuestros mitos y nuestra historia; si llegan a desaparecer habremos perdido algo de nuestro patrimonio cultural
“El futuro de estas pequeñas capillas es ciertamente difícil, la devoción a las ánimas tiende a desaparecer”, apunta el arquitecto, en referencia a los altares analizados en la localidad asturiana de Villaviciosa. Sin embargo, hay otros motivos mucho más preocupantes de esa eventual extinción. El robo de las limosnas ha desalentado a las familias que se ocupaban de mantenerlas, al tiempo que los cepillos para recabar fondos se han ido retirando. “Debemos luchar contra corriente, estas capillas forman parte de nuestra cultura, de nuestros mitos y nuestra historia; si llegan a desaparecer habremos perdido algo de nuestro patrimonio cultural que, en definitiva, pertenece a todos los villaviciosinos”, reflexiona, dentro de un contexto local que, con seguridad, es extrapolable a otras manifestaciones arquitectónicas de esta naturaleza en el norte del país.
Más popular y en un impecable estado de conservación aparece el célebre osario de la iglesia de Santa María de la O, en la localidad vallisoletana de Wamba. Allí, el servicio de guías del templo presenta el espacio —que conserva restos óseos de cerca de 3.000 personas, de entre los siglos IX y XVII— como “una capilla de ánimas”. Juan Francisco Blanco cree que, aunque haya servido eventualmente para el recuerdo de las almas de los fallecidos, la capilla adosada el templo de origen visigodo es, en realidad, únicamente un osario “no caótico”, es decir, con miles de huesos ensamblados revistiendo sus muros. Cabe recordar que, hasta finales del siglo XVIII, los fallecidos se enterraban en el interior de las iglesias. Posteriormente, tras el decreto de Carlos III (1777), esta práctica quedó prohibida y la situación propició la creación de cementerios, en cuyos osarios pasaron a almacenarse restos antiguos o anónimos para evitar colapsar el espacio.
El eslabón perdido
Pese al gran arraigo de las tradiciones ligadas a la muerte en la España rural —que se intensificaban cada año por estas fechas— el culto por las almas acabó decayendo superado el ecuador del siglo XX. Juan Francisco Blanco explica que la aparición en 1956 del televisor, al que los vecinos de los pueblos accedían a través de los teleclubes “aunque ni siquiera estuvieran conectados por carretera” tuvo un efecto perverso: “Aquellas gentes comenzaron a ver por la tele formas distintas de comer, de expresarse, de bailar… y eso hizo que empezaran a sentir vergüenza de lo propio y, lo que es peor, a tirar por tierra tu propia identidad”.
La televisión vino, no obstante, acompañada de otros factores determinantes, como la emigración. Aquella España rural, alentada por el régimen franquista, comenzó a abandonar los pueblos para trabajar en los núcleos industrializados del País Vasco y Catalunya, abriendo una fisura generacional. “La tradición oral que mantenía vivos estos rituales funciona como una cadena, de generación en generación; si se rompe un eslabón, de alguna manera se establecen las pautas para que vaya desapareciendo toda esa herencia”, argumenta el experto. El proceso de alfabetización que se inicia en los años treinta con la II República es el tercero de estos ingredientes. “La cultura de los jóvenes era la que heredaban de sus padres y abuelos; cuando comienzan a ir a la escuela, los niños aprenden cosas nuevas y comienzan a aparcar esa herencia”, añade Blanco.
Pero, más allá de la moza de ánimas de La Alberca, del toque de campanas en algunos pueblos y de los bajorrelieves donde las almas padecen el fuego del infierno, ¿hay algún vestigio viviente más de aquellas creencias? Tras una década recorriendo pueblos de Castilla y León, Juan Francisco Blanco revela algo más que una anécdota. “En lugar de utilizar un despertador o la alarma del teléfono, todavía hay personas mayores que se encomiendan a las ánimas benditas para despertarse; toda esa gente con la que he hablado me dicen que las almas nunca les han fallado”.
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