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La cultura infectada (ya antes de la COVID-19)

Okuda y Revilla en la presentación del Faro de Ajo.

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Es dramático el estado de salud de la denominada como cultura en el Estado español. Es dramático desde mucho antes de que la pandemia de la COVID-19 acelerara la conversión de la cultura en la plataforma de los políticos que contraatacan su baja credibilidad con el pan y circo de una ideología de la simulación, de la espuma, de la nada. La crisis de la cultura no es consecuencia del coronavirus –pobre bicho ya excusa para todo- sino que es parte del territorio devastado que el capitalismo y las industrias del simulacro cultural han dejado.

Cantabria no es ajena a esta tendencia que comenzó con la ‘cosificación’ cultural (lo importante era el continente, no el contenido), siguió con la espectacularización de todo lo cultural (el ‘cuanto más grande mejor’ propio de la pornocultura nuevorriquista), se apuntaló con la ‘industrialización’ del mundo de la cultura (‘sed todos emprendedores a los que repartir migajas’), se camufló en la ‘termomix’ del todo vale (en el que cultura puede ser un concierto o un vídeo juego chorreante de sangre) y se catapultó con el postmodernismo vacuo de la cultura de la ‘espuma’ (que es titular llamativo para justo después convertirse en la nada).

La cultura en el capitalismo es un producto más –véanse los diferentes tipos de bonos para estimular la compra versus el déficit crónico de proyectos para estimular la creación y el disfrute-, que juega en la liga del deseo exacerbado, de la compulsión, del fetiche. No hay política cultural cuando la cultura, además, sólo es espectáculo, marketing político, marketing turístico, marketing no más, simulacro de cultura, cultura del exceso, cultura descafeinada (Alberto Santamaría dixit). ¿Hay cultura ahí fuera? Pues claro que sí, pero ni parece estar en las dependencias oficiales dedicadas al asunto, ni en muchos de los grandes eventos que trufan (trufaban) los fines de semana y las vacaciones. Si el contenido del Centro Pompidou importa poco para el proyecto de la Málaga de los cruceros, el contenido del Centro Botín no tiene peso ante el abrumador volumen del continente. Si los festivales que se inventan en oficinas de marketing y se promocionan en las de Turismo se financian con los impuestos de todas, los museos para colecciones privadas de lujo –ya rentables por las ventajas fiscales de la ‘inversión’ cultural- se pagarán con los escombros de lo que somos.

No somos en este territorio diferentes, ni somos menos indiferentes. El ‘personaje’ construido (en oficinas de marketing, una vez más) de Okuda nos llama a todos ignorantes y desocupados por cuestionar su costoso coloreado para selfie, el edificio que albergó el humeante Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Santander y Cantabria (MAS) se constituye en elefante chamuscado del desastre cultural, los palcos de honor se llenan en inauguraciones y clausuras mientras las telarañas campan por sus fueros durante los eventos culturales, las subvenciones públicas permiten a microempresarios (la industria de la cultura en una región de nuestro tamaño no deja de ser una red de autónomos en subsistencia) ingresar unos dineros por ‘productos’ o acciones culturales que no siempre son auditados, los centros cívicos de la ciudad de Santander cada vez tienen menos espacio para la cultura y la cultura cada vez viaja menos por barrios o pueblos de la región, la confusión entre cultura y botellón elegante es cada día más habitual y la suspensión de las fiestas ha supuesto la supresión de la cultura decorativa que las engalana.

¿Hay cultura? Claro que la hay. Colectivos autónomos, asociaciones culturales empobrecidas, grupos de teatro amateur, creadoras y creadores que pelean contra el todo desde la consciencia de que su trabajo jamás será re-conocido como se debe, bares convertidos en centros culturales (porque los centros culturales están centrados en otras cosas), grupos que rescatan y preservan la cultura enraizada de Cantabria… claro que hay cultura, pero no está en la agenda cultural.

Falta, desde luego, una reflexión política sobre el sector cultural pero falta, casi seguro, un giro copernicano en las prácticas de la gestión cultural pública. Algunos de los responsables públicos de las políticas culturales, por algún extraño giro elitista, se han alejado de la realidad y reciben en sus oficinas como si de virreinatos se trataran convertidos en gurús que determinan qué es cultura o menos administradores de recursos sin muchos argumentos para defender las no-políticas culturales. El sector privado –fragmentado y empobrecido- deberá también decidir si seguir mendigando los poquísimos recursos destinados a la cultura es un camino viable a futuro. El sector comunitario, acostumbrado a la invisibilidad y a los silencios, tendrá que comenzar a exigir un espacio y una voz.

Hay tanto por hacer para evitar que la infección se convierta en necrosis que cuanto antes comencemos, mejor.

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