Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Sin sustancia
Elías Cannetti, nacido en Bulgaria, descendiente de judíos sefardíes que vieron cómo su Cañete original, nombre de la población de Cuenca de la que procedía, se transformó en Canneti y autor de una extensa obra literaria en lengua alemana que le proporcionó en Premio Nobel de Literatura en el año 1981, escribió que “sentirse avergonzado de vivir en el siglo veinte es una muestra de decencia humana fundamental”. Los 18 años transcurridos del siglo actual parecen mantener la tendencia ya que la Historia, de pronto, ha dejado atrás a la humanidad avanzando vertiginosamente hacia la robotización y hacia el estremecedor aburrimiento que ha de derivarse de vivir en sociedades altamente tecnificadas y totalmente deshumanizadas.
El hombre ha logrado desarrollar la técnica más rápidamente que su capacidad para comprenderla, pero no ha desterrado del planeta las guerras, los asesinatos, la opresión, el racismo, las limpiezas étnicas y las tremendas desigualdades sociales que han provocado que todos vivamos más cerca de la catástrofe económica personal que nuestros padres. Hay quienes consideran que esta es una razón más que suficiente para añorar los modales victorianos de una época agrícola, hedionda, preindustrial y silenciosa donde la ciencia no era el único dios y la tecnología su sumo sacerdote pero como de momento no hay posibilidad alguna de trasladarse en el tiempo habrá que reconocer que el dinero o el retiro monástico son las únicas posibilidades que nos quedan para huir del tiempo presente y, la verdad, ninguna de las dos parecen demasiado al alcance de la mayoría.
El dinero manda. No es que sea una novedad, pero sí conviene recordarlo de cuando en cuando dado que aún hay personas, jóvenes sobre todo, que consideran que es la democracia quien nos gobierna. El dinero manda sobre todo desde que empezamos a gestionar nuestras sociedades como si fuesen empresas donde nuestros dirigentes políticos no son más que títeres colocados en el centro del escenario por las grandes corporaciones económicas con fines únicamente teatrales o cosméticos o caricaturescos...
Cuando las delictivas prácticas de los bancos comenzaron a arruinar un país tras otro, millones de ciudadanos, totalmente desencantados con el rescate a los banqueros por parte de los gobiernos, se apartaron del proceso político perdiendo toda esperanza de ser algo más que consumidores cuyo valor para la sociedad se mide únicamente por la solvencia de su crédito bancario. Tras esa desmoralizante constatación hemos llegado a la curiosa circunstancia que muchos, bastantes ciudadanos, emigrantes incluidos, estamos percibiendo que nuestra identidad nacional no nos garantiza ser gobernados por aquellos dirigentes políticos que elegimos en las urnas sino por corporaciones multinacionales que nadie ha votado en elección democrática alguna.
Tal vez por eso muchos, bastantes ciudadanos, ya no consideramos que tenga demasiada importancia darnos continuos golpes en el pecho para jurar ante dios, la bandera, la historia y el tertuliano de turno que somos más españoles que un Cristo de tierra, más belgas que una cáscara de mejillón o incluso más catalanes que Johan Cruyff, ya que reconocemos que nuestra identidad nacional es una cualidad del pasado; - a pesar, eso sí, de que nos esté resultando tan entretenido este fanático empeño que los independentistas catalanes están mostrando en su pretendido retorno a la Edad Media.
La identidad nacional como razón, como sustento existencial, como gran logro que nos llena de orgullo y nos pone en pie para cantar a pleno pulmón el himno de la patria - liturgia tan necesaria para mantener el negocio de las competiciones deportivas - a pesar del empeño de los nacionalistas, los movimientos de ultra derecha y otros nostálgicos de la tribu, está desapareciendo de las vidas de muchos, bastantes ciudadanos, lo mismo que en su día el latín desapareció de las liturgias eclesiásticas. No por que hayamos alcanzado la sabiduría de no limitarnos con fronteras, lenguas, mojones, danzas folklóricas y demás distinciones ni por que consideremos que todos nuestros semejantes son nuestros hermanos tanto en la dicha como en la desgracia, sino porque las corporaciones económicas que nos gobiernan han decidido identificarnos tan solo como valor económico.
Para éstos, los hombres y las mujeres solo podemos tener dos identidades: la de consumidores o la de pobres desheredados. Lo único que realmente quieren saber de nosotros es si pertenecemos a una familia que vive bajo techo o a una familia que vive en cajas de cartón; si somos gente que atraviesa ríos, océanos y montañas para instalarnos en la tierra prometida o gente que nos aburrimos en la tierra prometida; personas que compramos tornillos, zapatos, casas, alfileres, carne picada, puestos de trabajo y títulos académicos o personas que no compramos más que pañuelos de papel con los que sonarnos los mocos....
Todos, eso sí, súbditos ya de un capitalismo que ha liquidado para siempre el dogma de la fiabilidad del mercado, la religión del crecimiento y el mito de la meritocracia pero que nos obliga a movernos en la superficie de las cosas como tiburones. Es decir, siempre adelante. Justo hasta el borde del precipicio. Masas gigantescas, anónimas y cada vez más desprotegidas de individuos de todas las razas, todas las religiones y todas las culturas que nos movemos siempre adelante haciendo lo que nos dicen que hay que hacer; o sea, producir como esclavos nubios, atender a la realidad que los medios de comunicación nos impone, comprar en Zara, Amazon, Microsoft, Mercadona, etcétera, etcétera para, así, hacer más ricos a los ricos y tirar, luego, los fines de semana viendo películas insustanciales, escuchando canciones insustanciales, leyendo tuits insustanciales, cocinando hamburguesas insustanciales y meándonos de gusto cada vez que Cristiano Ronaldo, o algún otro insustancial, marca un gol, escupe o cambia de peinado...
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