El universo de los individuos medianamente informados es definitivamente triste. Está conformado por mundos desaparecidos o en una clamorosa decadencia, y no hay expectativa ilusionante capaz de contrarrestar esa tristeza. La pintura, el cine, la música, la literatura, todo eso pertenece más al pasado que al presente, y la sombra de su desaparición o, al menos, de su agostamiento definitivo asoma en el futuro inmediato. Ciertamente, las categorías siguen ahí, algunas parecen más vivas que nunca, pero es un espejismo. Pese a ese discutible principio según el cual todos somos artistas en potencia, el arte ha de ser necesariamente excepcional, que no quiere decir caro, ni inaccesible y elitista, pero sí inquisitivo, iluminador y culturalmente relevante sin dejar de ser inteligible. La abundancia de películas, de objetos que parecen libros, de gente que se dedica a hacer fotografías con vocación artística y, no digamos, a «crear» imágenes, textos o melodías con la ayuda de toda suerte de ingenios cada vez más autónomos, entierra todas esas actividades en el tópico, la mistificación y la mediocridad, en una descorazonadora falta de eficacia excepto en lo que respecta a uniformizar el gusto y las ideas. Y un arte estandarizado es un no-arte. Tampoco queda ya nada de la cultura popular que nos hacía soñar vidas y mundos no necesariamente mejores, pero definitivamente distintos. La realidad la mató. Robin Hood, con su generosidad, poetizaba la impotencia popular ante las injusticias. El Caribe exuberante y sus simpáticos piratas temerarios eran el reflujo paliativo de un mundo nacido del saqueo. Las ensoñaciones tecnológicas de Julio Verne surgieron de una optimista burbuja burguesa que se convertiría en la matriz de nuestras pesadillas actuales. El ladrón de Bagdad no era quien decían, y la Persia que fluye de las partituras de Ketelbey nunca existió excepto en nuestro ávido imaginario colonialista. El África de Mogambo o Hatari puede que sí existiera, aunque de manera diferente a como se nos presentaba. La Norteamérica del American way of life, que todavía podemos ver recreada en algunas películas de las décadas centrales del siglo XX, solo existió en la propaganda de la lobista Asociación Nacional de Fabricantes. Y tampoco queda nada de aquella Europa esperanzada de los años de la recuperación económica que tan bien retrató la commedia all’italiana y que, como ahora sabemos, estaba y está sometida a una estricta tutela militar y política desde, por lo menos, la Segunda Guerra Mundial.
La misma democracia está dejando de existir, está dejando de ser verosímil a medida que las fuerzas y los personajes que siempre la han controlado van haciéndose notar con creciente descaro. Ya es más que sabido que nuestros hábitos están sujetos a una monitorización constante, y que la información resultante se usa para redirigir nuestras emociones y prever cualquier escenario político con antelación, pero eso es solo una parte del proceso de degradación en marcha. Admitamos que las catástrofes sobrevenidas son aleatorias, y sería muy arriesgado pensar que las pandemias sean experimentos programados; no tanto que lo sean las guerras, los genocidios o las crisis financieras. Pero tanto unas como otras sirven al poder para analizar comportamientos, afinar estrategias y perfeccionar la fórmula magistral de la gobernabilidad. Miden en tiempo real nuestra capacidad de credulidad y de aguante. Predicen nuestras reacciones ante cualquier ataque a nuestras menguantes prerrogativas y ajustan sus prácticas vampíricas a nuestros patrones emocionales. Se trata de saber cuánto estamos dispuestos a tragar para apaciguar nuestros miedos. Consiste en alimentar esos miedos mientras se reducen nuestras libertades, de manera que por el miedo a la guerra aceptemos la guerra, y que por miedo al sufrimiento aceptemos el sufrimiento ajeno, impidiéndonos percibir que este no es sino el prolegómeno del nuestro. Se trata de hacernos cómplices de nuestra propia tragedia.
Nos sorprendemos ahora de que los multimillonarios se estén haciendo cargo directamente del poder político. Hasta ahora lo controlaban a través de unos testaferros que disimulaban como podían su condición interpósita, pero parece que empiezan a ser innecesarios, y los neoreaccionarios, la voz de los actuales dueños del planeta, lo dicen ya claramente: «La democracia no está solamente condenada, es la condena en sí», según uno de los autores de cabecera de Elon Musk [La ilustración oscura, Nick Land]. Es la consecuencia lógica del sistema que hemos aceptado o nos hemos dado. Se engañaban tanto los que creían que podían controlarlo como los que lo creían dotado de un supuesto poder de autorregulación. El respeto hacia el criterio de la mayoría, o su condescendencia con algunas prácticas redistributivas, son solo estrategias eventuales y limitadas. Sirven para equilibrar situaciones que puedan ser peligrosamente inestables o para optimizar resultados. El bien común se la trae floja al sistema. Y que los concernidos no se den o no quieran darse cuenta, que piensen que no hay alternativa, está en la base de su éxito. Por mucho que apele a la libertad, a la igualdad de oportunidades y a la libre concurrencia, su único mecanismo motor es la extracción de beneficio mediante la plusvalía del trabajo y las rentas del capital. No hay más. El modo de hacerlo se va ajustando sobre la marcha. Y es así cómo un puñado de acaparadores han ido arrebatando funciones al Estado —de cuya acción no paran de quejarse a pesar de que está claramente reorientada hacia la defensa de sus intereses —, y cómo se han ido adueñando de la práctica totalidad de los recursos naturales y productivos, incluyendo el suelo agrario («la tierra para quien la trabaja», ¿se acuerdan?), de la logística que interrelaciona el planeta e incluso del espacio exterior, que podemos dar ya por privatizado. Y ahora se están subiendo al escenario. Los más narcisistas entre ellos han decidido que ya es hora de que se sepa quién manda aquí. Empiezan a emerger como el pus en los granos de un cuerpo enfermo.
Hemos dejado que la lógica capitalista —su carencia, más bien— nos cale hasta el tuétano. No hemos querido enfrentarnos a su inherente carácter inhumano, no hemos querido ver hacia donde nos conducía y ahora tenemos graves dificultades para entenderlo. Es un sistema económico implacable, carente de la más mínima conciencia de su perversidad estructural. Carece de ella porque, probablemente, el descrédito de su abrumadora obscenidad lo haría inviable aún con las ingentes cantidades de cinismo que es capaz de segregar. Da lugar a mentes enfermas que necesitan creerse las mentiras que se ven obligadas a tragar y las que ellas mismas generan, individuos que no son capaces de ver lo que tienen delante, y mucho menos prever lo que está a punto de pasar por inminente o predecible que sea. Estupor era lo único que traslucía el semblante rebozado en polvo de los que escapaban de las Torres Gemelas. El mismo estupor que descolocó a Aznar y sus ministros cuando se produjeron los atentados de Atocha. Su primera y única reacción sincera fue la de no creérselo. En la última dana de Valencia no es difícil detectar un mecanismo parecido. Por mucho que se supiera qué podía pasar, muy pocos creyeron que pasaría, la mayoría no se lo quiso creer. Y ahora, tras algún que otro paripé, los directamente responsables seguirán actuando como si nada hubiera sucedido y muchas de sus víctimas potenciales les seguirán el juego. Puede que a estas les pase algún día como a la señora que votó a Milei y era interrogada por una periodista delante de la farmacia donde le acababan de negar los medicamentos que hasta ese momento estaban subvencionados. Se preguntaba en qué se había equivocado y no sabía qué responderse. Al parecer, la perplejidad será lo último que nos quede cuando las consecuencias de un modo de vida demente nos alcancen de un modo que no podamos ya parar. Unos y otros. Después de recibir un tiro por la espalda, el director ejecutivo de United Healthcare se giró porque no entendía qué estaba pasando, y lo más probable es que muriera sin entenderlo.
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